Fue
inolvidable la celebración de los cuarenta años de existencia
del pueblo donde he vivido; una fiesta vista anteriormente sólo
en películas.
También fue única por razones emocionales, pues estaba con
mi familia y también me acompañaba mi hermana que viajó
desde Chile y dos amigas que vinieron desde otro país europeo,
ya que miles de chilenos vivían dispersos por el mundo.
Era un estupendo día de verano y nadie en la aldea podía
permanecer indiferente a esa fiesta. Nos apostamos a un costado del camino
de entrada, frente a una explanada ubicada justo al pie de la colina,
desde donde se ascendía a la cúspide coronada con la cruz
de la iglesia. Las casas se construyeron a su alrededor como ovejas del
rebaño. Y esperábamos impacientes ver aparecer algo que
ignorábamos.
En la extensión que estaba ante nosotros se improvisó un
pequeño escenario. Un poco más al fondo estaba el cementerio
del pueblo, una joya, cuyo cuidado, orden y belleza permitía suponer
que allí se podría, en verdad, reposar placenteramente.
Siempre me sorprendió ese extraordinario amor hacia los muertos.
Nuestra expectación creció cuando advertimos movimientos
en la gente y vimos que, a lo lejos, se aproximaba una caravana de carros
alegóricos. ¡Eran fantásticos! Me recordaron los carnavales
que realizábamos los estudiantes universitarios en mi país.
Los hombres, mujeres y jóvenes llevaban vestimentas típicas.
Y conducían los carros con caballos o eran vehículos accionados
por tractores completamente cubiertos por ramas verdes y flores.
Cada uno de esos carros pertenecía a algún propietario de
tierras que exhibía con orgullo maíces, ramos de cebada,
trigo y frutas de la zona. Las caras de esas personas reflejaban tanto
agrado y alegría que era imposible no compartirla.
Repartían sus productos a quienes estábamos al borde del
camino. Era como estar en el cielo, pues recibíamos gratis trozos
de exquisito pan negro, bollos diversos, vasos de vino, de aguardiente,
de cerveza y frutas.
Corríamos detrás y luego comentábamos las exquisiteces
disfrutadas. Los carros fueron finalmente ubicados alrededor de la explanada,
al lado del cementerio, y luego de unos breves discursos de dirigentes
comunales, unos robustos y rubios jóvenes bailaron polcas. La música
y el baile generaron una atmósfera extraordinariamente grata.
Entretanto la gente se acercaba a los carros para seguir disfrutando de
los productos que se regalaban. Para mi era un espectáculo nunca
antes visto. Nos alegrábamos de todo.
Nos acercamos a uno donde regalaban manzanas exquisitas. Con sorpresa
y alegría encontramos a una mujer conocida, integrante de una familia
campesina, propietaria de tierras, cerca de la aldea. Ella estaba en el
carro con su hijo, y conversamos animadamente en ese clima de festejo.
Siempre tengo dificultades con el idioma y muchas veces ocurre que sólo
tardíamente comprendo lo que se conversa. Pero ella contó
que por primera vez después de la guerra fueron invitados, como
familia de origen esloveno, a participar en una fiesta de ese tipo en
la que los hacendados jugaban el rol principal.
Nos invitó a almorzar a su casa y las sucesivas invitaciones fueron
siempre bien acogidas, sobre todo por mi hija que alababa a nuestra anfitriona
diciendo que cocinaba muy bien, y que le agradaban su figura, su cordialidad
y su conversación siempre interesante.
Ella dictaba clases en Viena y siempre nos pareció una embajadora
cultural.
Esa
tarde, después de la fiesta, conversa sobre su perro, un terranova
que pesa sobre sesenta kilos, y que parece ser un gigantesco niño
bueno. Dice que él la acompaña a la Universidad y permanece
echado a sus pies cuando dicta la clase. Si se excede en el tiempo, el
perro comienza a inquietarse hasta que, perdida la paciencia, se para
y la insta a abandonar la sala de clases. Su perro era un factor de confianza
pues podía caminar sin inquietarse por la hora en las calles de
Viena. Cierta vez algunos muchachos quisieron hacerle bromas pesadas,
pero cuando tras ella apareció su perro pidieron disculpas.
Ese día, sentados alrededor de la mesa, luego del almuerzo, no
sólo habla de su perro sino también de los contenidos de
sus clases, una investigación que realiza, las dificultades para
llegar a los archivos, y un proyecto de libro que la mantiene ocupada.
Escucho, medio adormilado, que algo está inserto en las consecuencias
del período hitleriano, me alejo con el pensamiento, me distraigo,
hasta que sorpresivamente siento que se le quiebra la voz al surgir la
emoción del recuerdo y del dolor cuando narra situaciones personales.
Se para y muestra una foto colgada en la pared. Es una señora y
dos niñas. Es mi madre, dice, mi hermana y yo. La madre tiene el
ceño ligeramente fruncido mira hacia la lejanía o quizás
ni siquiera mira, colmada de sucesos interiores, y las pequeñas
se aferran a ella. Allí esta su hermana que murió por una
inyección en un campo de concentración.
La familia, de origen esloveno, fue afectada por el plan de germanización
y traslados. Posteriormente pudo esta familia recuperar sus tierras usurpadas.
Las vidas se perdieron para siempre. Y pienso, con espanto, que en el
desfile de carros alegóricos iban víctimas y victimarios
protegidos, estos últimos, por el manto de olvido y la sumersión
de las responsabilidades.
Muchos
detalles permanecen ocultos y, recién después de cincuenta
años, un diario del sistema puede hacer una recensión de
un libro publicado en 1997 titulado “La elite parda de Carintia.”
El autor es el historiador, Alfred Elste, y publica documentos inéditos
encontrados en los archivos de Koblenz, Berlín y Viena.
En el libro se publica que Erwin Aichinger, SS-Sturmbannführer, choqueado
por los “excesos” de la política de germanización,
confiscación de tierras y expulsión de sus moradores, escribió
una carta al ministro del Reich, Heinrich Himmler, donde le dice: „No
puede ser que gente correcta, que no ha faltado a la ley sea expulsada
en el lapso de pocas horas de su vivienda y campesinado, y que jefes de
las SS y agentes de la Gestapo se instalen en sus casas y se apoderen
de sus propiedades“.
Himmler contestó la carta: “ Usted puede estar muy tranquilo.
Los expulsados son eslovenos de mala raza, no los de buena raza, todos
ellos son examinados“.
Los documentos muestran la actividad de los principales dirigentes nazis
de la región. Uno de ellos, Alois Maier-Kaibitsch es definido como
fanático de la persecución en contra de los eslovenos. El
informa en julio de 1942: „Los acontecimientos en los Balcanes nos
dan el instrumento para eliminar a la conocida minoría eslovena
del territorio norte de los Karawanken“.
El autor revela no sólo la criminal actividad de la elite nazi
en Carintia, sino también afirma que los principales responsables
no fueron sancionados como correspondería. Y lo que es peor, tienen
seguidores que reproducen el mismo odio. Basta leer el periódico
que editan.
Silencioso, miro, una vez más, la fotografía.
|