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Tarde inolvidable
(Por Miguel Gómez S.)

 

Fue inolvidable la celebración de los cuarenta años de existencia del pueblo donde he vivido; una fiesta vista anteriormente sólo en películas.
También fue única por razones emocionales, pues estaba con mi familia y también me acompañaba mi hermana que viajó desde Chile y dos amigas que vinieron desde otro país europeo, ya que miles de chilenos vivían dispersos por el mundo.
Era un estupendo día de verano y nadie en la aldea podía permanecer indiferente a esa fiesta. Nos apostamos a un costado del camino de entrada, frente a una explanada ubicada justo al pie de la colina, desde donde se ascendía a la cúspide coronada con la cruz de la iglesia. Las casas se construyeron a su alrededor como ovejas del rebaño. Y esperábamos impacientes ver aparecer algo que ignorábamos.
En la extensión que estaba ante nosotros se improvisó un pequeño escenario. Un poco más al fondo estaba el cementerio del pueblo, una joya, cuyo cuidado, orden y belleza permitía suponer que allí se podría, en verdad, reposar placenteramente. Siempre me sorprendió ese extraordinario amor hacia los muertos.
Nuestra expectación creció cuando advertimos movimientos en la gente y vimos que, a lo lejos, se aproximaba una caravana de carros alegóricos. ¡Eran fantásticos! Me recordaron los carnavales que realizábamos los estudiantes universitarios en mi país.
Los hombres, mujeres y jóvenes llevaban vestimentas típicas. Y conducían los carros con caballos o eran vehículos accionados por tractores completamente cubiertos por ramas verdes y flores.
Cada uno de esos carros pertenecía a algún propietario de tierras que exhibía con orgullo maíces, ramos de cebada, trigo y frutas de la zona. Las caras de esas personas reflejaban tanto agrado y alegría que era imposible no compartirla.
Repartían sus productos a quienes estábamos al borde del camino. Era como estar en el cielo, pues recibíamos gratis trozos de exquisito pan negro, bollos diversos, vasos de vino, de aguardiente, de cerveza y frutas.
Corríamos detrás y luego comentábamos las exquisiteces disfrutadas. Los carros fueron finalmente ubicados alrededor de la explanada, al lado del cementerio, y luego de unos breves discursos de dirigentes comunales, unos robustos y rubios jóvenes bailaron polcas. La música y el baile generaron una atmósfera extraordinariamente grata.
Entretanto la gente se acercaba a los carros para seguir disfrutando de los productos que se regalaban. Para mi era un espectáculo nunca antes visto. Nos alegrábamos de todo.
Nos acercamos a uno donde regalaban manzanas exquisitas. Con sorpresa y alegría encontramos a una mujer conocida, integrante de una familia campesina, propietaria de tierras, cerca de la aldea. Ella estaba en el carro con su hijo, y conversamos animadamente en ese clima de festejo.
Siempre tengo dificultades con el idioma y muchas veces ocurre que sólo tardíamente comprendo lo que se conversa. Pero ella contó que por primera vez después de la guerra fueron invitados, como familia de origen esloveno, a participar en una fiesta de ese tipo en la que los hacendados jugaban el rol principal.
Nos invitó a almorzar a su casa y las sucesivas invitaciones fueron siempre bien acogidas, sobre todo por mi hija que alababa a nuestra anfitriona diciendo que cocinaba muy bien, y que le agradaban su figura, su cordialidad y su conversación siempre interesante.
Ella dictaba clases en Viena y siempre nos pareció una embajadora cultural.

Esa tarde, después de la fiesta, conversa sobre su perro, un terranova que pesa sobre sesenta kilos, y que parece ser un gigantesco niño bueno. Dice que él la acompaña a la Universidad y permanece echado a sus pies cuando dicta la clase. Si se excede en el tiempo, el perro comienza a inquietarse hasta que, perdida la paciencia, se para y la insta a abandonar la sala de clases. Su perro era un factor de confianza pues podía caminar sin inquietarse por la hora en las calles de Viena. Cierta vez algunos muchachos quisieron hacerle bromas pesadas, pero cuando tras ella apareció su perro pidieron disculpas.
Ese día, sentados alrededor de la mesa, luego del almuerzo, no sólo habla de su perro sino también de los contenidos de sus clases, una investigación que realiza, las dificultades para llegar a los archivos, y un proyecto de libro que la mantiene ocupada. Escucho, medio adormilado, que algo está inserto en las consecuencias del período hitleriano, me alejo con el pensamiento, me distraigo, hasta que sorpresivamente siento que se le quiebra la voz al surgir la emoción del recuerdo y del dolor cuando narra situaciones personales.
Se para y muestra una foto colgada en la pared. Es una señora y dos niñas. Es mi madre, dice, mi hermana y yo. La madre tiene el ceño ligeramente fruncido mira hacia la lejanía o quizás ni siquiera mira, colmada de sucesos interiores, y las pequeñas se aferran a ella. Allí esta su hermana que murió por una inyección en un campo de concentración.
La familia, de origen esloveno, fue afectada por el plan de germanización y traslados. Posteriormente pudo esta familia recuperar sus tierras usurpadas. Las vidas se perdieron para siempre. Y pienso, con espanto, que en el desfile de carros alegóricos iban víctimas y victimarios protegidos, estos últimos, por el manto de olvido y la sumersión de las responsabilidades.

Muchos detalles permanecen ocultos y, recién después de cincuenta años, un diario del sistema puede hacer una recensión de un libro publicado en 1997 titulado “La elite parda de Carintia.” El autor es el historiador, Alfred Elste, y publica documentos inéditos encontrados en los archivos de Koblenz, Berlín y Viena.
En el libro se publica que Erwin Aichinger, SS-Sturmbannführer, choqueado por los “excesos” de la política de germanización, confiscación de tierras y expulsión de sus moradores, escribió una carta al ministro del Reich, Heinrich Himmler, donde le dice: „No puede ser que gente correcta, que no ha faltado a la ley sea expulsada en el lapso de pocas horas de su vivienda y campesinado, y que jefes de las SS y agentes de la Gestapo se instalen en sus casas y se apoderen de sus propiedades“.
Himmler contestó la carta: “ Usted puede estar muy tranquilo. Los expulsados son eslovenos de mala raza, no los de buena raza, todos ellos son examinados“.
Los documentos muestran la actividad de los principales dirigentes nazis de la región. Uno de ellos, Alois Maier-Kaibitsch es definido como fanático de la persecución en contra de los eslovenos. El informa en julio de 1942: „Los acontecimientos en los Balcanes nos dan el instrumento para eliminar a la conocida minoría eslovena del territorio norte de los Karawanken“.
El autor revela no sólo la criminal actividad de la elite nazi en Carintia, sino también afirma que los principales responsables no fueron sancionados como correspondería. Y lo que es peor, tienen seguidores que reproducen el mismo odio. Basta leer el periódico que editan.
Silencioso, miro, una vez más, la fotografía.

 

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