Ingresar
a un hospital puede representarse por una sucesión ininterrumpida
de exclamaciones de asombro y admiración ante el portentoso avance
técnico de la medicina y uno puede perfectamente autoimaginarse
como el Neaderthal observando el funcionamiento de un ordenador.
Durante décadas estuve ausente de los hospitales. Llegué
a uno porque me convencieron que una persona al cumplir cincuenta años
debe hacerse un examen general y minucioso del funcionamiento de sus principales
órganos. Con incredulidad pude ver en la pantalla mi corazón
y seguir el alucinante trayecto de una sonda en mis intestinos.
En este sorprendente hospital había mucha gente, que es lo que
me interesa, ante todo porque uno puede advertir si existe alguna correspondencia
entre ese increíble desarrollo de la técnica y el desarrollo
de las personas.
Estuve en una habitación con cuatro o más camas. Un recién
operado, cuando conoció mi condición de chileno, relató
que había estado en Perú, Bolivia y Chile. No le gustó
Perú ni Bolivia. Dijo que cuando llegó a Chile era como
llegar a un país europeo. Quedó muy impresionado de la belleza
de algunas chilenas, las morenas de ojos azules o verdes, las cuales no
son muy comunes.
Otro de los pacientes manifestaba su incredulidad a cada momento de que
un chileno estuviera en ese hospital. Un tercero evidenció grandes
conocimientos sobre árboles frutales y hortalizas que es un tema
que me apasiona. El cuarto manejaba información especializada sobre
relaciones internacionales y mantuvimos discusiones agitadas.
Yo sostuve que el alemán y otros idiomas europeos estaban condenados
a desaparecer, porque son idiomas hablados por minorías. Cité
a un compatriota suyo, un lingüista austríaco, quien aseguró
que uno de los idiomas más desarrollados en el mundo del 2 mil
será el español. Avanzará por su estructura sencilla,
su fuerza expresiva y su plasticidad para admitir vocablos de otras lenguas.
Añadí el dato de cuántos millones hablaban ya español
en Estados Unidos, que es la Meca para muchos europeos, y dije que sobre
el sesenta por ciento de sus estudiantes universitarios lo eligen como
idioma extranjero. Añadí el dato que es el segundo idioma
más usado en Internet.
Obviamente un planteamiento de esta naturaleza fue para él una
provocación inaceptable. Más que defender Austria defendió
a Alemania y relacionó, de inmediato, como corresponde, la vigencia
y el desarrollo de una lengua con el poder económico. Aseguró
que su país no tenía ningún interés en estrechar
relaciones con Latinoamérica, porque era un continente integrado
por países miserables. Afortunadamente tenía cierto sentido
del humor y la discusión no pasó a mayores.
Por razones técnicas fui trasladado con mi cama móvil a
otra habitación que era sólo para dos personas. Había
un hombre de edad, que tenía teléfono, televisor y empleaba
una carta de otro color para encargar comida. Era clase especial.
No era conversador y rápidamente desistí de mis intentos
de comunicarme. En la tarde yo veía un programa que, debido a una
fecha especial, mostraba las atrocidades de los nazi en la guerra. Luego
de algunos minutos dijo él en tono molesto: “¡Tenemos
que ver este programa!”
Al día siguiente debió ser conducido a la sala de operaciones
y se produjeron diversos preparativos. Advertí que estaba preocupado
de su billetera que yacía sobre el velador. La enfermera le dijo
que se la guardaría y la tomó.
Ese mismo día salí del hospital y fui citado para algunos
días después para hacer otros exámenes. Cuando volví
divisé a este mismo paciente en un pasillo. Caminaba con muchas
dificultades y era ayudado por una enfermera. Aún no se recuperaba
de la operación.
La enfermera lo sentó a mi lado. Lo quise saludar, pero él
miraba fijo hacia la pared que tenía al frente. Pasaron algunos
minutos cuando de pronto giró la cabeza y dijo: “¿No
nos conocemos? ¿No hemos estado en la misma habitación?’’
Me alegré sinceramente que me recordara y después de contestar
sonriente “claro’’, le pregunté cómo había
sido la operación y cómo se sentía.
Curiosamente no contestó a mis preguntas. Hubo una larga pausa
y luego dijo mirándome fijamente: “No encuentro mi billetera.
Quizás Ud sabe algo’’.
Quedé pasmado por la forma cómo lo dijo y por lo inquisitivo
de la mirada que mantenía fija sobre mí. Era una evidente
acusación. No sé cómo describir cuando el sentimiento
de indignación se siente en cada poro de la piel, cuando nos asfixia
la rabia, la pena, la amargura. Era algo que me ocurría por primera
vez. Pero no era sólo dolor personal, era dolor de país,
de continente.
No pude hablar, porque nadie me había ofendido bajo esa forma y
porque quienes tenemos sentimientos normales siempre nos quebramos cuando
enfrentamos y sufrimos la falta de humanidad. Recordé a mi padre,
trabajador de toda su vida, la ternura de mi madre, mis hermanos todos
los cuales fuimos educados bajo el respeto irrestricto a la honradez.
Después de algunos minutos recuperé el habla y le recordé
que había encargado su billetera a la enfermera.
Hubo una nueva pausa y finalmente dijo: “En orden’’,
y volvió a callar.
Fue la primera vez que estuve en un hospital europeo, pero hubo una segunda.
Regresaba
a casa y alegre tarareaba una canción en sintonía con la
radio cuando imprevistamente alguien trató de adelantarme, casi
chocó mi auto y tuve que girar hacia la calzada sobre la cual avanzaba
un niño en bicicleta. Me lancé contra el muro para evitar
atropellarlo.
En segundos era una persona casi inconsciente que algunos trataban de
sacar del vehículo. El flujo automovilístico, luego de una
pausa marcada por bocinazos, se desvió hacia la izquierda y siguió
su marcha. Los policías habían puesto luces intermitentes
y partes de sus vestimentas refractaban luminosidad. El crepúsculo
terminaba, empezaba la noche.
Mientras padecía un dolor insoportable en una pierna escuché
que se informaba del accidente. “Se trata de un extranjero, es un
hombre negro”, dijo alguien. Llegó un equipo de primeros
auxilios. Tocaron mi cara, partes de mi cuerpo, me inyectaron.
Una muchacha sacudió mi hombro. “La temperatura”, dijo.
Entró a la habitación un vendedor de diarios. Bebí
del té que había sobre el velador y me sumí en los
recuerdos del accidente cuando me pasaron el teléfono.
Era Sophie y luego de tranquilizarla y despedirme recordé que la
primera vez que supe que era negro fue cuando fui a buscarla a la Universidad.
Tuve un problema menor con el auto y pasé a una gasolinera. Desde
allí la llamé, pero no la encontré. Di el número
de la gasolinera al portero quien me aseguró que la ubicaría.
Al rato, cuando ya el auto estaba listo, escuché al administrador
que contestaba una llamada afirmando, sí, efectivamente aquí
hay un hombre negro esperando. Respondía a la llamada de Sophie.
Desde
entonces pasé a ser oficialmente en mi interioridad hombre negro.
Nunca antes se me había ocurrido siquiera pensar en los colores
bajo ese aspecto. Solamente dibujaba con ellos. Ahora, en cambio, camino
y llevo a cuestas mi nueva cruz. No me acostumbro, me fastidia observar
las reacciones de la gente ante mi color. Produce ardor en mi cara, desazón,
confusión. Archivé mi color oscuro, pues acá la realidad
de las personas es blanca o negra. Si es blanca es buena, si es negra
es mala.
Allá también fuimos malos, hace ...¿12,15, 25 años?
No importa, es igual, en suma, nada. El país fue preparado para
que surgieran los hombres que harían justicia. Empezó la
caza y limpieza del país que en adelante sería habitado
sólo por ciudadanos de primera clase, como informó el almirante.
Acá también hay malos elementos. A los extranjeros hay que
sumarles siempre los gitanos que no se extinguen . Medio millón
fue insuficiente. Por eso fue bueno matar a algunos con una bomba. El
hecho fue, naturalmente, celebrado. Los buenos tomaron cerveza y se rieron
de su agudeza. “¿Sabes el último chiste sobre los
gitanos? ... Arrivederci Roma”. Carcajada general.
En mi país fui mal chileno. Me detectaron, buscaron y emigré.
Salí del fuego y caí a las brasas. Acá soy marginal
por mi color y a la vista de muchos soy flojo, y si trabajo soy culpable
de la cesantía de un nacional. Me visto en forma extravagante,
camino como bailando y, para colmo, a menudo grito en la calle. Si me
junto con mis amigos hacemos un ruido intolerable con nuestra conversación
y risas. Incluso muchas veces juego como un niño, cómo fastidio
a la buena gente. Me molesta no reprimirme cuando escucho un buen ritmo.
Mi música es tan condenadamente estúpida, repetitiva, insoportable.
“Buenos
días, la temperatura”, es el canto matinal de una muchacha.
Veo que son las 5 y media. La habitación es amplia y tiene grandes
ventanas. Me siento solo y débil. Me dice que fui operado. Recordé
que fui a la operación rodeado de una desagradable sensación.
La enfermera dijo que iba a afeitar mi pierna, pero repentinamente arrojó
la maquinita. “No puedo hacerlo”, dijo, se levantó
y se fue. No le gustaron mis suaves pelos negros, se enredaban, llenaban
y atascaban la hoja de afeitar. Yo mismo los rasuré. Era fácil,
no sé qué le sucedió, quizás se sintió
ridícula afeitando a un negro. Tampoco agradé a la gente
que ocupaba la habitación: uno me observó como si yo fuera
un raro objeto, el segundo me ignoró y el tercero evidenció
su malestar. Lo sé, soy otro, empezando por el color de mi piel
que es lo más importante.
Debería sentirme todavía peor, por ser, por estar entre.
Ya empecé a sentirme mal, y quisiera desaparecer, estar en mi propio
país. Pero no me muevo, soy contumaz, firmo mi condena a muerte,
se la entrego a la enfermera. Asumo oficialmente los riesgos de la operación.
A pesar de las dificultades me limpio prolijamente.
Mientras me conducen a la sala de operaciones me pregunto qué pasaría
si el médico fuese racista. Qué estupidez más grande.
Pero recuerdo al médico que observaba tras la mirilla de la cámara
de ... En cambio en mi país algunos médicos medían
el pulso, controlaban el corazón y comunicaban: “Puede continuar.”
Y seguían torturando.
En la sala de operaciones admiro la precisión y rapidez de los
movimientos. Veo uniformes verdes, pero no son militares, me hablan en
forma amable. Gracias a Dios, estamos en democracia. Sigo las indicaciones
y me inyectan en un brazo mientras una cálida voz de mujer me aconseja
que respire lento y profundo, y pienso que, a pesar de todo, es una pena
no seguir viviendo la experiencia, pero la vida es una continua fiesta
que se acaba, una pesadilla que termina, una sucesión de alucinaciones
que se extinguen.
Uno
de los tres hombres con los cuales comparto la habitación es relativamente
joven y descuidado en el vestir, pero cada día recibe visitas de
sus amigos. El ocupa la cama 2. El de la cama 1 quizás tenga 70
años, se levanta a duras penas, se apoya en un bastón y
le cuelga una bolsa de plástico para orinar. El de la cama 3 parece
ser un jubilado de la vida.
El número 1 se mueve y camina por la habitación, se detiene,
levanta el dedo y apunta como si fuera el cañón de un arma
contra una mosca que está posada en la ventana. Le pregunto si
es cazador. Afirmativo, dijo y comenzó a hablar como si estuviera
sano. Participó en la caza de ciervos, conejos y pájaros,
pero ya no se dirige a mí sino al de la cama 2. Pienso que es mejor,
porque vi cómo decenas de cazadores cercaban el sector, y como
en una perfecta operación rastrillo iban reduciendo el espacio.
Luego disparaban contra los empavorecidos ciervos o los aterrorizados
conejos. Todos ellos fueron puestos en fila, normalmente en la cancha
de fútbol, y a algunos les pusieron un timbre sobre la mano y otros
fueron detenidos. En sus casas exhiben los trofeos: cabezas mutiladas,
rellenadas, son casas cementerios. Ellos, en cambio, ni siquiera tienen
una tumba para honrar su memoria.
Tengo
curiosidad, me dirijo hacia la puerta, la abro y diviso un pasillo espacioso.
Pero tengo temor. Doy un paso, pero me siento débil y me veo como
desnutrido niño africano; palpo mis costillas y aunque no tengo
enfermedades infecciosas leo desconfianza en esos ojos que nos obsequiaron
la viruela, la sífilis, el tétanos, el tifus, la lepra,
las caries...; estoy rasurado pero mis malditos ojos negros son asociados
a un terrorista árabe, a un narcotraficante colombiano, a un delincuente
capaz de robarle la billetera a un enfermo, o a un degenerado que puede
meterle impunemente la mano en el culo a esa hermosa paciente rubia que
se aparta asustada ante mi presencia; en fin, avanzo temeroso de mí
mismo, y me avergüenzo de mi condición, de mi país,
donde, como dice la tele, se suceden las catástrofes, los políticos
dirimen sus diferencias a bala, país lleno de hambrientos afectados
por males derivados de la flojedad y la mugre. ¡Canallas!
Me
desplomo sobre un sillón, transpiro y siento que alguna persona
se para ante mí y luego ocupa un asiento contiguo. Me observa detenidamente,
luego se inclina para examinarme. Lo miro y desconfío, pues tiene
sobre setenta años. Es un hombre robusto, de cara ancha y mejillas
sonrosadas el que me habla.
-Y tú, ¿de dónde eres?
-De Chile.
-¿Chileno? ¿Eres chileno? ¿Y cómo es posible
que tú estés aquí? ¿Cómo llegaste?
Me disgustan tantas preguntas, pero respondo que tengo una amiga austríaca.
- ¡Una austríaca! ¡Tienes una amiga austríaca!
--exclama y grita como para convencerse. Llama a su lado a otros dos que
observaban, y luego se para y dice a todos los que estaban en el pasillo
que soy chileno y que me ama una austríaca. Gesticula y me mira,
todavía incrédulo. Muchos se acercan a observarme.
Mi interlocutor me interroga. Yo hablé de la llegada de los españoles,
del exterminio de los indios, de los piratas ingleses, del saqueo del
oro y la plata, del tráfico de esclavos, de las culturas sobrevivientes,
de la llegada de otros europeos, y de la mezcla infinita. Ni indios, ni
africanos, ni europeos, o si lo quiere indios, africanos, europeos. Nuestros
intelectuales son obreros que trabajan nuestra identidad en desarrollo,
tenemos más vida que muerte.
Pero estaba cansado, hubiera querido terminar, pero el hombre insistía
hasta que después de algunos rodeos me preguntó:
-Sin embargo, en medio de esa mezcla...¿quedan españoles
puros, de pura raza?
Empleó reinrassig. Este rein, tan popular donde se limpia químicamente
la ropa. Está escrito en grandes letreros: “Reinigung”,
limpieza, purificación, depuración. Cabeza sucia, pensé.
Contesté que no quedaba nada puro, pues los conquistadores lo primero
que asaltaron fueron las mujeres. Casi todo está mezclado, salvo
algunos contingentes de indios que todavía mantienen su pureza,
no ceden, concluí y aproveché su estupor para levantarme
e irme.
La
habitación está clara y aireada y los enfermos se preparan
para recibir visitas. El número 2 le pregunta al número
1 cuál es el mejor procedimiento para matar chanchos. Este le suministra
una prolija información y después hablan de pesca.
Hoy no tendré visitas y pienso ver la televisión. En el
diario leí que muestran “El tercer hombre”. El número
1 se empieza a arreglar, pues hoy abandonará el hospital. El número
2 no está. El 3 parece dormir. Inadvertidamente sigo los movimientos
del 1 que lo nota, se enoja y reclama airado. Pienso que su triste condición
causa su ira, pues debe llevarse colgando esa bolsa para los meados. Es
otro incurable. Trato de ser amable y le pregunto qué hará.
Pensar en la salud y devorar comida, responde. El número 3 se integra
a la conversación y de nuevo sólo hablan entre ambos. Me
preparo para ir a la sala de televisión.
Subo al segundo piso, en la sala no hay nadie. Escucho las noticias y
empiezo a disfrutar de la película. Reaparece Orson Wells y se
abre la puerta. Son dos mujeres jóvenes, un niño y una mujer
obesa. Esta última viste camisa de dormir, es la enferma y es la
que exclama: “¡Oh, pero aquí está ocupado!”
Las jóvenes me miraron y una hizo un movimiento despectivo con
los hombros. Se sentaron delante de mí y empezaron a charlar. Yo
no lograba oír lo que decían los protagonistas. Me paré
con dificultad, pedí permiso a las jóvenes para pasar, fui
hasta el televisor y aumenté el volumen. Regresé a mi asiento
y empecé a ver dos películas. Ellas no se escuchaban y aumentaron
el volumen de sus voces. Hablaban a gritos mientras yo hice un círculo
con mi mano alrededor de una de mis orejas. De pronto quedé fascinado
mirando los tacos de los zapatos de una de las jóvenes, la más
encolerizada, que no podía sustraerse al ritmo de la magnífica
música del film y los movía graciosamente mientras me miraba
enfurecida.
Todavía
agitado me dirigí a mi habitación, pero en el camino recordé
que allí estaban los enfermos con sus visitas. Me fui al pequeño
Café del hospital, pero tampoco pude desalojar mi sentimiento de
extranjero. Si olvido que soy inoportuno alguien me lo recuerda en seguida.
Basta una simple mirada. Esa gente podía haber conversado en otro
lugar, y si me hubieran explicado que no había otro, gratamente
me habría salido de la sala de la televisión. Estas situaciones
me cansan, toda esta gente me fastidia. Un anciano disfruta de las emanaciones
de su pipa, él observa a los demás, yo lo observo a él.
Otros me observan. No resisto y busco un perdido rincón del hospital.
Abro mi libro y empiezo a leer. Se detiene ante mí una niña,
casi una muchacha. Se sienta, tiene grandes ojos celestes que sonríen
tiernos, pero parecen distraerse. La he visto caminar en los pasillos.
La sentí cantar suave y sonreír a todos. Es loquita, comentó
el número 2 en la única ocasión que me dirigió
la palabra. Ella me regala sonrisas, y sus ojos parecen luciérnagas
volando en una cálida noche del verano. ¿Cómo te
llamas? Contesto con amabilidad. ¿De dónde vienes? Inquiere
sobre qué me afecta y mientras escucha los problemas de mi pierna
se acomoda, se relaja y empieza, quedamente, a cantar. Toma mi libro,
retiene una de mis manos en las suyas, la acaricia y vuelve a sonreír.
Retorna al libro, lee el título y dice que debe ser muy interesante.
Digo que sí y mientras explico ella me lo devuelve y dice que lo
siente mucho, pero no puede leer, sus ojos se humedecen. No tengo concentración,
dice con tristeza, se despide con una sonrisa, y se aleja.
|