home
 
volver a Europa
Modernidad, viejos problemas
(Por Miguel Gómez S.)

 

Ingresar a un hospital puede representarse por una sucesión ininterrumpida de exclamaciones de asombro y admiración ante el portentoso avance técnico de la medicina y uno puede perfectamente autoimaginarse como el Neaderthal observando el funcionamiento de un ordenador.
Durante décadas estuve ausente de los hospitales. Llegué a uno porque me convencieron que una persona al cumplir cincuenta años debe hacerse un examen general y minucioso del funcionamiento de sus principales órganos. Con incredulidad pude ver en la pantalla mi corazón y seguir el alucinante trayecto de una sonda en mis intestinos.
En este sorprendente hospital había mucha gente, que es lo que me interesa, ante todo porque uno puede advertir si existe alguna correspondencia entre ese increíble desarrollo de la técnica y el desarrollo de las personas.
Estuve en una habitación con cuatro o más camas. Un recién operado, cuando conoció mi condición de chileno, relató que había estado en Perú, Bolivia y Chile. No le gustó Perú ni Bolivia. Dijo que cuando llegó a Chile era como llegar a un país europeo. Quedó muy impresionado de la belleza de algunas chilenas, las morenas de ojos azules o verdes, las cuales no son muy comunes.
Otro de los pacientes manifestaba su incredulidad a cada momento de que un chileno estuviera en ese hospital. Un tercero evidenció grandes conocimientos sobre árboles frutales y hortalizas que es un tema que me apasiona. El cuarto manejaba información especializada sobre relaciones internacionales y mantuvimos discusiones agitadas.
Yo sostuve que el alemán y otros idiomas europeos estaban condenados a desaparecer, porque son idiomas hablados por minorías. Cité a un compatriota suyo, un lingüista austríaco, quien aseguró que uno de los idiomas más desarrollados en el mundo del 2 mil será el español. Avanzará por su estructura sencilla, su fuerza expresiva y su plasticidad para admitir vocablos de otras lenguas. Añadí el dato de cuántos millones hablaban ya español en Estados Unidos, que es la Meca para muchos europeos, y dije que sobre el sesenta por ciento de sus estudiantes universitarios lo eligen como idioma extranjero. Añadí el dato que es el segundo idioma más usado en Internet.
Obviamente un planteamiento de esta naturaleza fue para él una provocación inaceptable. Más que defender Austria defendió a Alemania y relacionó, de inmediato, como corresponde, la vigencia y el desarrollo de una lengua con el poder económico. Aseguró que su país no tenía ningún interés en estrechar relaciones con Latinoamérica, porque era un continente integrado por países miserables. Afortunadamente tenía cierto sentido del humor y la discusión no pasó a mayores.
Por razones técnicas fui trasladado con mi cama móvil a otra habitación que era sólo para dos personas. Había un hombre de edad, que tenía teléfono, televisor y empleaba una carta de otro color para encargar comida. Era clase especial.
No era conversador y rápidamente desistí de mis intentos de comunicarme. En la tarde yo veía un programa que, debido a una fecha especial, mostraba las atrocidades de los nazi en la guerra. Luego de algunos minutos dijo él en tono molesto: “¡Tenemos que ver este programa!”
Al día siguiente debió ser conducido a la sala de operaciones y se produjeron diversos preparativos. Advertí que estaba preocupado de su billetera que yacía sobre el velador. La enfermera le dijo que se la guardaría y la tomó.
Ese mismo día salí del hospital y fui citado para algunos días después para hacer otros exámenes. Cuando volví divisé a este mismo paciente en un pasillo. Caminaba con muchas dificultades y era ayudado por una enfermera. Aún no se recuperaba de la operación.
La enfermera lo sentó a mi lado. Lo quise saludar, pero él miraba fijo hacia la pared que tenía al frente. Pasaron algunos minutos cuando de pronto giró la cabeza y dijo: “¿No nos conocemos? ¿No hemos estado en la misma habitación?’’
Me alegré sinceramente que me recordara y después de contestar sonriente “claro’’, le pregunté cómo había sido la operación y cómo se sentía.
Curiosamente no contestó a mis preguntas. Hubo una larga pausa y luego dijo mirándome fijamente: “No encuentro mi billetera. Quizás Ud sabe algo’’.
Quedé pasmado por la forma cómo lo dijo y por lo inquisitivo de la mirada que mantenía fija sobre mí. Era una evidente acusación. No sé cómo describir cuando el sentimiento de indignación se siente en cada poro de la piel, cuando nos asfixia la rabia, la pena, la amargura. Era algo que me ocurría por primera vez. Pero no era sólo dolor personal, era dolor de país, de continente.
No pude hablar, porque nadie me había ofendido bajo esa forma y porque quienes tenemos sentimientos normales siempre nos quebramos cuando enfrentamos y sufrimos la falta de humanidad. Recordé a mi padre, trabajador de toda su vida, la ternura de mi madre, mis hermanos todos los cuales fuimos educados bajo el respeto irrestricto a la honradez.
Después de algunos minutos recuperé el habla y le recordé que había encargado su billetera a la enfermera.
Hubo una nueva pausa y finalmente dijo: “En orden’’, y volvió a callar.
Fue la primera vez que estuve en un hospital europeo, pero hubo una segunda.

Regresaba a casa y alegre tarareaba una canción en sintonía con la radio cuando imprevistamente alguien trató de adelantarme, casi chocó mi auto y tuve que girar hacia la calzada sobre la cual avanzaba un niño en bicicleta. Me lancé contra el muro para evitar atropellarlo.
En segundos era una persona casi inconsciente que algunos trataban de sacar del vehículo. El flujo automovilístico, luego de una pausa marcada por bocinazos, se desvió hacia la izquierda y siguió su marcha. Los policías habían puesto luces intermitentes y partes de sus vestimentas refractaban luminosidad. El crepúsculo terminaba, empezaba la noche.
Mientras padecía un dolor insoportable en una pierna escuché que se informaba del accidente. “Se trata de un extranjero, es un hombre negro”, dijo alguien. Llegó un equipo de primeros auxilios. Tocaron mi cara, partes de mi cuerpo, me inyectaron.
Una muchacha sacudió mi hombro. “La temperatura”, dijo. Entró a la habitación un vendedor de diarios. Bebí del té que había sobre el velador y me sumí en los recuerdos del accidente cuando me pasaron el teléfono.
Era Sophie y luego de tranquilizarla y despedirme recordé que la primera vez que supe que era negro fue cuando fui a buscarla a la Universidad. Tuve un problema menor con el auto y pasé a una gasolinera. Desde allí la llamé, pero no la encontré. Di el número de la gasolinera al portero quien me aseguró que la ubicaría. Al rato, cuando ya el auto estaba listo, escuché al administrador que contestaba una llamada afirmando, sí, efectivamente aquí hay un hombre negro esperando. Respondía a la llamada de Sophie.

Desde entonces pasé a ser oficialmente en mi interioridad hombre negro. Nunca antes se me había ocurrido siquiera pensar en los colores bajo ese aspecto. Solamente dibujaba con ellos. Ahora, en cambio, camino y llevo a cuestas mi nueva cruz. No me acostumbro, me fastidia observar las reacciones de la gente ante mi color. Produce ardor en mi cara, desazón, confusión. Archivé mi color oscuro, pues acá la realidad de las personas es blanca o negra. Si es blanca es buena, si es negra es mala.
Allá también fuimos malos, hace ...¿12,15, 25 años? No importa, es igual, en suma, nada. El país fue preparado para que surgieran los hombres que harían justicia. Empezó la caza y limpieza del país que en adelante sería habitado sólo por ciudadanos de primera clase, como informó el almirante.
Acá también hay malos elementos. A los extranjeros hay que sumarles siempre los gitanos que no se extinguen . Medio millón fue insuficiente. Por eso fue bueno matar a algunos con una bomba. El hecho fue, naturalmente, celebrado. Los buenos tomaron cerveza y se rieron de su agudeza. “¿Sabes el último chiste sobre los gitanos? ... Arrivederci Roma”. Carcajada general.
En mi país fui mal chileno. Me detectaron, buscaron y emigré. Salí del fuego y caí a las brasas. Acá soy marginal por mi color y a la vista de muchos soy flojo, y si trabajo soy culpable de la cesantía de un nacional. Me visto en forma extravagante, camino como bailando y, para colmo, a menudo grito en la calle. Si me junto con mis amigos hacemos un ruido intolerable con nuestra conversación y risas. Incluso muchas veces juego como un niño, cómo fastidio a la buena gente. Me molesta no reprimirme cuando escucho un buen ritmo. Mi música es tan condenadamente estúpida, repetitiva, insoportable.

“Buenos días, la temperatura”, es el canto matinal de una muchacha. Veo que son las 5 y media. La habitación es amplia y tiene grandes ventanas. Me siento solo y débil. Me dice que fui operado. Recordé que fui a la operación rodeado de una desagradable sensación. La enfermera dijo que iba a afeitar mi pierna, pero repentinamente arrojó la maquinita. “No puedo hacerlo”, dijo, se levantó y se fue. No le gustaron mis suaves pelos negros, se enredaban, llenaban y atascaban la hoja de afeitar. Yo mismo los rasuré. Era fácil, no sé qué le sucedió, quizás se sintió ridícula afeitando a un negro. Tampoco agradé a la gente que ocupaba la habitación: uno me observó como si yo fuera un raro objeto, el segundo me ignoró y el tercero evidenció su malestar. Lo sé, soy otro, empezando por el color de mi piel que es lo más importante.
Debería sentirme todavía peor, por ser, por estar entre. Ya empecé a sentirme mal, y quisiera desaparecer, estar en mi propio país. Pero no me muevo, soy contumaz, firmo mi condena a muerte, se la entrego a la enfermera. Asumo oficialmente los riesgos de la operación. A pesar de las dificultades me limpio prolijamente.
Mientras me conducen a la sala de operaciones me pregunto qué pasaría si el médico fuese racista. Qué estupidez más grande. Pero recuerdo al médico que observaba tras la mirilla de la cámara de ... En cambio en mi país algunos médicos medían el pulso, controlaban el corazón y comunicaban: “Puede continuar.” Y seguían torturando.
En la sala de operaciones admiro la precisión y rapidez de los movimientos. Veo uniformes verdes, pero no son militares, me hablan en forma amable. Gracias a Dios, estamos en democracia. Sigo las indicaciones y me inyectan en un brazo mientras una cálida voz de mujer me aconseja que respire lento y profundo, y pienso que, a pesar de todo, es una pena no seguir viviendo la experiencia, pero la vida es una continua fiesta que se acaba, una pesadilla que termina, una sucesión de alucinaciones que se extinguen.

Uno de los tres hombres con los cuales comparto la habitación es relativamente joven y descuidado en el vestir, pero cada día recibe visitas de sus amigos. El ocupa la cama 2. El de la cama 1 quizás tenga 70 años, se levanta a duras penas, se apoya en un bastón y le cuelga una bolsa de plástico para orinar. El de la cama 3 parece ser un jubilado de la vida.
El número 1 se mueve y camina por la habitación, se detiene, levanta el dedo y apunta como si fuera el cañón de un arma contra una mosca que está posada en la ventana. Le pregunto si es cazador. Afirmativo, dijo y comenzó a hablar como si estuviera sano. Participó en la caza de ciervos, conejos y pájaros, pero ya no se dirige a mí sino al de la cama 2. Pienso que es mejor, porque vi cómo decenas de cazadores cercaban el sector, y como en una perfecta operación rastrillo iban reduciendo el espacio. Luego disparaban contra los empavorecidos ciervos o los aterrorizados conejos. Todos ellos fueron puestos en fila, normalmente en la cancha de fútbol, y a algunos les pusieron un timbre sobre la mano y otros fueron detenidos. En sus casas exhiben los trofeos: cabezas mutiladas, rellenadas, son casas cementerios. Ellos, en cambio, ni siquiera tienen una tumba para honrar su memoria.

Tengo curiosidad, me dirijo hacia la puerta, la abro y diviso un pasillo espacioso. Pero tengo temor. Doy un paso, pero me siento débil y me veo como desnutrido niño africano; palpo mis costillas y aunque no tengo enfermedades infecciosas leo desconfianza en esos ojos que nos obsequiaron la viruela, la sífilis, el tétanos, el tifus, la lepra, las caries...; estoy rasurado pero mis malditos ojos negros son asociados a un terrorista árabe, a un narcotraficante colombiano, a un delincuente capaz de robarle la billetera a un enfermo, o a un degenerado que puede meterle impunemente la mano en el culo a esa hermosa paciente rubia que se aparta asustada ante mi presencia; en fin, avanzo temeroso de mí mismo, y me avergüenzo de mi condición, de mi país, donde, como dice la tele, se suceden las catástrofes, los políticos dirimen sus diferencias a bala, país lleno de hambrientos afectados por males derivados de la flojedad y la mugre. ¡Canallas!

Me desplomo sobre un sillón, transpiro y siento que alguna persona se para ante mí y luego ocupa un asiento contiguo. Me observa detenidamente, luego se inclina para examinarme. Lo miro y desconfío, pues tiene sobre setenta años. Es un hombre robusto, de cara ancha y mejillas sonrosadas el que me habla.
-Y tú, ¿de dónde eres?
-De Chile.
-¿Chileno? ¿Eres chileno? ¿Y cómo es posible que tú estés aquí? ¿Cómo llegaste?
Me disgustan tantas preguntas, pero respondo que tengo una amiga austríaca.
- ¡Una austríaca! ¡Tienes una amiga austríaca! --exclama y grita como para convencerse. Llama a su lado a otros dos que observaban, y luego se para y dice a todos los que estaban en el pasillo que soy chileno y que me ama una austríaca. Gesticula y me mira, todavía incrédulo. Muchos se acercan a observarme.
Mi interlocutor me interroga. Yo hablé de la llegada de los españoles, del exterminio de los indios, de los piratas ingleses, del saqueo del oro y la plata, del tráfico de esclavos, de las culturas sobrevivientes, de la llegada de otros europeos, y de la mezcla infinita. Ni indios, ni africanos, ni europeos, o si lo quiere indios, africanos, europeos. Nuestros intelectuales son obreros que trabajan nuestra identidad en desarrollo, tenemos más vida que muerte.
Pero estaba cansado, hubiera querido terminar, pero el hombre insistía hasta que después de algunos rodeos me preguntó:
-Sin embargo, en medio de esa mezcla...¿quedan españoles puros, de pura raza?
Empleó reinrassig. Este rein, tan popular donde se limpia químicamente la ropa. Está escrito en grandes letreros: “Reinigung”, limpieza, purificación, depuración. Cabeza sucia, pensé. Contesté que no quedaba nada puro, pues los conquistadores lo primero que asaltaron fueron las mujeres. Casi todo está mezclado, salvo algunos contingentes de indios que todavía mantienen su pureza, no ceden, concluí y aproveché su estupor para levantarme e irme.

La habitación está clara y aireada y los enfermos se preparan para recibir visitas. El número 2 le pregunta al número 1 cuál es el mejor procedimiento para matar chanchos. Este le suministra una prolija información y después hablan de pesca.
Hoy no tendré visitas y pienso ver la televisión. En el diario leí que muestran “El tercer hombre”. El número 1 se empieza a arreglar, pues hoy abandonará el hospital. El número 2 no está. El 3 parece dormir. Inadvertidamente sigo los movimientos del 1 que lo nota, se enoja y reclama airado. Pienso que su triste condición causa su ira, pues debe llevarse colgando esa bolsa para los meados. Es otro incurable. Trato de ser amable y le pregunto qué hará. Pensar en la salud y devorar comida, responde. El número 3 se integra a la conversación y de nuevo sólo hablan entre ambos. Me preparo para ir a la sala de televisión.
Subo al segundo piso, en la sala no hay nadie. Escucho las noticias y empiezo a disfrutar de la película. Reaparece Orson Wells y se abre la puerta. Son dos mujeres jóvenes, un niño y una mujer obesa. Esta última viste camisa de dormir, es la enferma y es la que exclama: “¡Oh, pero aquí está ocupado!” Las jóvenes me miraron y una hizo un movimiento despectivo con los hombros. Se sentaron delante de mí y empezaron a charlar. Yo no lograba oír lo que decían los protagonistas. Me paré con dificultad, pedí permiso a las jóvenes para pasar, fui hasta el televisor y aumenté el volumen. Regresé a mi asiento y empecé a ver dos películas. Ellas no se escuchaban y aumentaron el volumen de sus voces. Hablaban a gritos mientras yo hice un círculo con mi mano alrededor de una de mis orejas. De pronto quedé fascinado mirando los tacos de los zapatos de una de las jóvenes, la más encolerizada, que no podía sustraerse al ritmo de la magnífica música del film y los movía graciosamente mientras me miraba enfurecida.

Todavía agitado me dirigí a mi habitación, pero en el camino recordé que allí estaban los enfermos con sus visitas. Me fui al pequeño Café del hospital, pero tampoco pude desalojar mi sentimiento de extranjero. Si olvido que soy inoportuno alguien me lo recuerda en seguida. Basta una simple mirada. Esa gente podía haber conversado en otro lugar, y si me hubieran explicado que no había otro, gratamente me habría salido de la sala de la televisión. Estas situaciones me cansan, toda esta gente me fastidia. Un anciano disfruta de las emanaciones de su pipa, él observa a los demás, yo lo observo a él. Otros me observan. No resisto y busco un perdido rincón del hospital. Abro mi libro y empiezo a leer. Se detiene ante mí una niña, casi una muchacha. Se sienta, tiene grandes ojos celestes que sonríen tiernos, pero parecen distraerse. La he visto caminar en los pasillos. La sentí cantar suave y sonreír a todos. Es loquita, comentó el número 2 en la única ocasión que me dirigió la palabra. Ella me regala sonrisas, y sus ojos parecen luciérnagas volando en una cálida noche del verano. ¿Cómo te llamas? Contesto con amabilidad. ¿De dónde vienes? Inquiere sobre qué me afecta y mientras escucha los problemas de mi pierna se acomoda, se relaja y empieza, quedamente, a cantar. Toma mi libro, retiene una de mis manos en las suyas, la acaricia y vuelve a sonreír. Retorna al libro, lee el título y dice que debe ser muy interesante. Digo que sí y mientras explico ella me lo devuelve y dice que lo siente mucho, pero no puede leer, sus ojos se humedecen. No tengo concentración, dice con tristeza, se despide con una sonrisa, y se aleja.

 

volver arriba
copyright