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Extranjero para siempre
(Por Miguel Gómez S.)

 

Cierta mañana se detuvo un vehículo ante mi casa y desde él descendió un hombre moreno, de alrededor de 50 años, que vendía manzanas de Steiermark.
Miré las frutas, pregunté el precio y cuando quise comprar recordé que no tenía en ese momento dinero. Le dije que compraría en otra ocasión.
El me preguntó de dónde era e iniciamos una conversación como si ambos tuviéramos hambre de comunicar impresiones.
En mi caso no tengo problemas en aclarar mi procedencia. Si alguien no entiende Chile agrego Sudamérica y, finalmente, para los más sordos y ciegos, Latinoamérica.
Su caso era más complicado porque de sus explicaciones concluí que tenía ancestros eslovenos e italianos. Había vivido en distintos países lo cual no es extraño porque en esta zona hay una constante comunicación cultural entre Carintia, Eslovenia e Italia del norte. Hablaba alemán, esloveno y por su conocimientos del italiano comprendía algo del español.
La conversación derivó a compartir impresiones sobre Austria. El dijo que vivía en este país más de 30 años, que tenía la nacionalidad austríaca, estaba casado, tenía hijos grandes, también austríacos, pero que él sabía que moriría en este país como extranjero. Esta frase representaba el resumen de la experiencia de casi toda una vida.
Dijo que estimaba que sólo una cuarta parte de la población aceptaba a los extranjeros. Sus expresiones finales sobre esta realidad y sobre su vida fueron amargas.
El racismo y la enemistad hacia los extranjeros de países tercermundistas constituyen datos de una realidad que puede conducir a una persona a la frustración, a la amargura y a la autodesestimación.
Pero quizás es un error tratar de ser y de sentirse austríaco no siéndolo. Ese deseo, que siempre será frustrado, puede agravar la situación de un extranjero. Creo que es preferible ser lo que siempre se ha sido y no tratar de asimilarse en un medio que es, por añadidura, ciertamente hostil. ¡Hay que morir como lo que somos!
Además aquellos que no son austríacos y se comportan como si lo fueran son descubiertos enseguida y, naturalmente, despreciados. Recuerdo a una persona de origen esloveno que trabajaba en una gran firma privada y que cumplía todos los atributos del asimilado. Los austríacos lo advertían y entre ellos se decían que los esfuerzos que hacía para parecer austríaco estaban condenados al fracaso al no diferenciar con exactitud fonética alguna letra.
Mi experiencia con los asimilados es lamentable; es el sector más permeable al discurso y propaganda anti-extranjero.

Obviamente hay personas que pueden decir que ningún extranjero está obligado a permanecer en este país y que existe completa libertad para abandonarlo. Si no les gusta aquí, pues entonces váyanse. Esa fue la idea que se escribió en Oberwart. „Gitanos, váyanse a la India“. Para dar mayor convicción al mensaje mataron a cuatro.
Pero la lógica de que los extranjeros pueden irse cuando quieran está en contradicción con toda experiencia de vida en este sentido. Por la sencilla razón de que después de permanecer varios años en otro país se pierde el propio.
Cuando viajé a Chile me sentí extranjero. Los antiguos amigos ya no existían. Las posibilidades ocupacionales eran rarísimas tanto por la edad como por el desconocimiento de los cambios producidos. Se suma el que la mujer es más apegada al lugar en que vive y un cambio de país, bajo el signo de la inseguridad, siempre será un desgarro. Para los niños o jóvenes un cambio de país es un trastorno de consecuencias impredecibles.

No sólo los que predican la enemistad hacia los extranjeros tienen la idea de que sería mejor que nos fuéramos. Muchas veces he sentido esa violenta tentación de abandonarlo todo y regresar a mi país del cual no salí voluntariamente.
Esos deseos han surgido bajo diversas circunstancias, pero todas bajo la común caracteristica de la hostilidad. Un día regresaba mi hija desde la ciudad en tren. Fui a esperarla a la estación con mi hijo porque él recordó que tenía allá su bicicleta.
Tras estacionar instalamos la bicicleta sobre el capó del auto y le pedí que fuera a botar un papel.
Mientras esperábamos la llegada del tren pasó ante nosotros una mujer, relativamente joven, acompañada de un hombre corpulento que vestía el uniforme de los choferes de los buses interurbanos. La mujer miró inquisitiva, casi virulenta, hacia nosotros que estábamos en el auto e hizo algún comentario a su acompañante. Este giró su cabeza para observarnos detenidamente.
Instantes después la mujer, desde una distancia de unos cuatro metros, empezó a gritar en forma aguda y ordinaria dirigiéndose a nosotros. Le pregunté qué le ocurría. Histérica respondió que le habíamos echado basura en un balde que no era para ese objeto. Recordé el papel del envase de helado encontrado en el auto. Respondí que un niño podía equivocarse, que disculpara y que no era motivo suficiente para gritar tanto. Pedí a mi hijo que sacara el papel del cubo.
La mujer siguió gritando contra los extranjeros. Miraba con odio. Mi hijo me dijo que él nunca volvería a viajar en ese tren. Le dije que esa mujer no era la dueña del tren.
Cuando regresábamos a casa, después de la llegada de mi hija, vimos a un grupo de niños de la aldea que jugaban al lado de los bomberos. Mis hijos comentaron que en ese grupo había dos tontos que les habían hecho muecas y eran amigos de otros dos que les habían gritado „schuschen“.
Esta palabreja no tiene traducción, pero me la imagino así como decían „cholos“ a los indígenas que venían a la ciudad para vender sus productos. Cholo era sinónimo de indio, de flojo, de borracho, de ser inferior, tanto o más despreciable que un perro.
Naturalmente entre los niños siempre habrá juegos y disputas, pero con su actitud esos niños reproducen la discriminación que seguramente sienten y escuchan de sus padres y familiares. Esos niños son ya militantes de la causa racista.
Cuando mis hijos se ven afectados con estas odiosas actitudes de anti-extranjerismo es cuando he deseado regresar a mi país.
A mí también me han querido maltratar con esa palabreja, „schuschen“. Y fue nada menos que en un concierto de una de las personas que más ha solidarizado con los derechos de los extranjeros que son discriminados.
En una de las aldeas cercanas se realizó un concierto al aire libre de Kurt Ostbahn. Fuimos y como delante había un amplio espacio tendimos allí un poncho y nos sentamos.
Oí que una mujer dijo a la otra: “Ya llegaron estos „schuschen“ a sentarse adelante.”
Guardé silencio, pero cuando a continuación empezaron a molestarme con los zapatos en mi cintura, me di vuelta y les dije que Kurt Ostbahn no era ningún racista.
Ellas contestaron que conocían muy bien al artista al cual escuchaban desde hacía 16 anos.
¡Y cómo no saben que él es “schuschen”! les grité

Es de uso frecuente la formulación de que uno que otro extranjero puede permanecer en este país bajo la condición de integrarse al sistema para lo cual se otorga, en el caso de algunos refugiados, un plazo de gracia.
Por mi parte en seis años de permanencia no logré integrarme al sistema aunque exploré variados caminos.
Primero pensé en mi profesión de periodista y fui a ofrecer un programa de música latinoamericana a un importante medio de comunicación. Previamente hablé con una autoridad comunal que amablemente me entregó una tarjeta. En el medio de comunicación me escucharon y me contestaron que no había interés en la música latinoamericana. Agregué que podía hacer un curso de español con contenidos y valores culturales latinoamericanos. La lacónica respuesta fue la misma luego de que me miraron como si yo fuera un objeto volador no identificado.
Luego pensé en hacer negocios y a través de un conocido contacté a una persona que se dedicaba a ese rubro. El me dio una lista de productos que eran interesantes. Mientras se investigaba en mi país la existencia de tales productos el hombre me llamó y me dijo que tenía un urgente pedido de ajos.
Para resolver de inmediato el problema me contacté a través de su telex con vendedores de mi país, cuya lista tenía en mis manos.
En menos de una hora encontré a un vendedor de ajos que estaba dispuesto a hacer el negocio.
Mi “socio” agradeció la gestión y anotó en su libreta las cinco direcciones a las cuales me dirigí en Chile. Dijo que él continuaría la negociación en inglés.
Semanas después consideré necesario saber qué había ocurrido y él me respondió que su cliente se había desinteresado de los ajos.
No lo creí, y algún tiempo después, en una visita que hice a un amigo en Alemania, éste luego que le conté lo ocurrido confeccionó una broma impresa que le enviamos luego de lo cual nunca más supe de él.
Con un entusiasmo que resistió las pruebas iniciales decidí traer yo mismo algunos productos artesanales que consideraba de especial valor. Hice una serie infinita de trámites legales que se prolongaron, quizás por un año. Cuando obtuve el permiso éste tenía una cláusula que me obligaba a vender en un lugar determinado.
La funcionaria que me atendió como remate a los trámites me dijo: ¿Qué le hace pensar que sus productos se van a vender acá? Fue premonitoria, porque en una feria comunal recibí autorización para vender mis objetos artesanales. El funcionario municipal, con la mejor voluntad, me puso en un excelente lugar. Estuve allí dos días muy fríos. Nadie compró.

En un viaje a Chile estudié el sistema general de aranceles de la Unión Europea y de Austria la cual, en esos años, todavía estaba al márgen. Luego de un par de horas de lectura era fácil advertir que la proclamada libertad de comercio era una gran farsa.
Las barreras proteccionistas hacían imposible vender algún producto de mi país que en ese entonces fortalecía la tendencia a rebajar los aranceles y competir libremente sobre la base de la calidad de sus productos en el mercado internacional.
Las llamadas preferencias arancelerias resultaron un mito. El precio final de un producto importado desde mi país era justo aquel para que nada se pudiera importar y vender. Los nectarines, uvas y manzanas, que se traen desde Chile en el invierno europeo, son vendidos a precios exorbitantes. En todo caso ese comercio lo hacen empresas especializadas.
No obstante, de la lectura del libro de aranceles, una de las publicaciones más aburridas del mundo, advertí que sí existían algunos productos prácticamente liberados de pagar impuestos. Si hubiera podido obtener, sin reparar en medios, la primera bandera nacional o las primeras monedas o alguna rara muestra arqueológica, en esos casos se dan todas las facilidades para ingresarlos a Europa y venderlos. ¿Resabio colonialista? ¿Ética de los negocios? En todo caso entendí por qué se roban y comercian ilegalmente las momias y algunos hermosos camélidos del norte de Chile.

Luego de abandonar la idea del comercio traté de ingresar a uno de los pocos campos de actividad donde los extranjeros de países en desarrollo tienen posibilidades ocupacionales. Repartir diarios.
No me fastidiaba en absoluto que mi última ocupación en Chile hubiera sido la de Jefe de Prensa de un medio de comunicación. Durante la dictadura muchos profesionales habían tenido que barrer las calles. Además, cualquier trabajo honrado tiene su propia dignidad.
Me acerqué a un diario que ofrecía distribuirlo a instituciones y personas importantes. Como después de hablar del sueldo no se firmaba ningún papel comprendí que se trataba de un trabajo negro. Hice presente esta situación. Entonces, con gran sensibilidad, me rechazaron porque dijeron que como extranjero podía tener problemas.
Posteriormente fui a un diario poderoso que publicó avisos ofreciendo una actividad complementaria a la jornada normal de trabajo. Acompañé a la mujer que realizaba este actividad y que era, naturalmente, de la zona. En una noche alucinante, que empezó a la 1 con 20 minutos y que concluyó a las 6 de la mañana visitamos sobre 260 direcciones dispersas en una decena de aldeas.
La mujer hacía sólo ese trabajo y después se iba derecho a la cama. Lo de actividad complementaria era sólo un chiste de mal gusto. Además, el ofrecimiento para mí era para los fines de semana y los feriados, incluyendo Pascua y Año Nuevo. Pagaban una miseria por un trabajo nocturno que es doblemente demoledor para la salud de cualquiera persona.
Leí en los periódicos que el Ministro de Educación estaba dispuesto a iniciar una ofensiva en la enseñanza de los idiomas extranjeros y mencionó el español. Volví a entusiasmarme e hice averiguaciones. La respuesta fue concluyente: Ud. no tiene preparación. Efectivamente no soy profesor de español, sólo trabajé más de 20 años como periodista, pero ese hecho no me autoriza para enseñarlo ni siquiera para libre conversación.
Considerando la rigidez del sistema adoptamos la decisión familiar de que yo me ocuparía de las tareas de casa y así lo he hecho durante años. En ese lapso cociné, puse pisos de madera, cerámica a los baños, cemento y baldosas al sótano, ideé algunos muebles con viejas ventanas abandonadas, trasladé a mis hijos para cumplir con sus necesidades escolares y deportivas, hice cada año un huerto que aporta a la economía familiar, puse la ropa a la máquina de lavar y planché mirando Help TV, Schauplatz, Orientierung, algunos programas culturales, Brasil visto por Portisch y algunos Schiejok. También escribí cartas polémicas que nunca envié a los diarios, fabriqué mosto
y cociné mermeladas, escribí algunos cuentos y estas disgresiones sobre el racismo, asistí a algunos cursos de alemán y procuré salir lo menos posible.
Durante estos años, como a pesar del color de mi piel tengo la maldita costumbre de cuestionar la realidad, he pensado en la chata actividad de la mujer que realiza las repetidas labores de casa, aunque comprendo que para otras se ajustan a su manera de ser y las desarrollan como plan de vida con satisfacción.
También reflexioné en la maltratada condición femenina de oficinistas y profesionales que sufren diariamente la discriminación de los “hombres” en esta Europa que, en ese aspecto, también, es tanto o más primitiva que nuestros países.
Luego de conocer diversos casos, algunos cercanos, entiendo por qué se han debido crear organismos para dar apoyo legal a las mujeres discriminadas o agredidas en su lugar de trabajo y por qué se ha debido realizar una demanda popular para apoyar las reivindicaciones de las mujeres.

 

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