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El paraíso en la tierra
(Por Miguel Gómez S.)

 

 Tuve una tía que se llamó Ernestina a la cual debo mi primera vida, pues cuando mi madre iba camino a realizar un aborto pasó a visitarla y ella, muy devota, la convenció de que era pecado interrumpir el embarazo y la aconsejó seguir adelante con el dictado de Dios.
Era mi tía predilecta y cuando era escolar aceptaba gustoso sus encantadoras invitaciones a pasar algunos días o semanas en su casa.
  Mi tía Ernestina me narró las entretenidas historias de la Biblia y me mostró aquellas hermosas ilustraciones que tenía su libro. Entre esos dibujos me fascinaban los del Paraíso donde el dibujante había logrado un nivel extraordinario para representar la belleza de un lugar indescriptible. Las formas y colores se grabaron y acuden a mi mente siempre que encuentro en algún texto referencias a imágenes paradisíacas.
El lugar en que vivo puede compararse perfectamente con la memoria de esas ilustraciones. Está situado entre el río y la montaña y es convencimiento que la gente, los animales y los árboles crecen más sanos y hermosos.
  Para llegar a este lugar se viaja desde la ciudad más próxima una media hora y luego de una curva se desciende al valle a través de un puente que representa una puerta que se abre a este paisaje de sueño.
Abajo, las aguas del ancho río reflejan las montañas cubiertas de árboles que se imbrican por sus diferentes niveles de altura y de edad. A sus pies se esparcen en pequeñas agrupaciones las aldeas.
La visión se llena con la mágica sensación de ir entrando lentamente, a medida que se avanza por el puente, a alguno de los más sensacionales cuadros paisajistas. Pudiera creerse que se vive dentro del cuadro preferido.
  Cuando la nieve recién comienza a escurrirse, en febrero, surgen en el bosque las rosas de nieve que cubren grandes superficies creando un cuadro que seguramente registró algún pintor.
En una noche de insomnio me levanté a eso de la cinco y abrí las persianas. Con estupor vi que a esa hora atravesaba silenciosamente las calles de la aldea, caminando en puntillas, una manada de ciervos. Grandes y chicos, padres e hijos avanzaban lentamente mirando hacia el interior de las casas bajo un sobrecogedor silencio ante el temor de que se despertara alguno de los numerosos perros que habitan en la aldea.
Siempre procuré tener en cuenta el principio de respetar las costumbres de la gente. Cada año hago un huerto como mis vecinos. Uso la guadaña y aprendí a considerar, como ellos, con la mayor seriedad, las fases de la luna para sembrar ensaladas o papas. Obviamente existen diferencias entre los campesinos de aquí y de allá, pero ambos creen en las bondades de la luna.
  Cierta vez que estuve en Chile fui con mi hijo a pescar al océano. Nuestros esfuerzos resultaron inútiles aunque veíamos saltar los peces en la unión del río con el mar. Regresamos cabizbajos bajo el peso de las mochilas, pues debíamos caminar algunos kilómetros en un paisaje semisalvaje del sur. Encontramos a un campesino, hablamos con él y le contamos nuestro fracaso en la pesca. Pero no se fijó en la luna, patroncito, dijo.
Puedo afirmar que, al cabo de algunos años, tengo tanto éxito como mis experimentados vecinos. Nuestras papas son grandes y hermosas. Los pepinos se multiplican. Con admiración miro mi toronjil.
Un signo de identificación con algunos de mis vecinos es que cuando pasan y me ven inclinado en el huerto preguntan con picardía: ¿Insectos de las papas, ah? Como para no aburrirse, contesto riéndome pues sé que todos estamos en la misma actividad. La diferencia que noté en los últimos años es que se han sumado los repugnantes caracoles andaluces (!) que se desplazan entre la detestable maleza francesa (!).
Tenemos un árbol de una antigua clase de manzanas con el cual produzco un mosto que campesinos experimentados alaban y arbustos que sirven para hacer exquisitas mermeladas. Planté un membrillo, pues la mermelada de ese fruto es parte de mi cultura, y también un manzano „Príncipe Rodolfo“, pues es admirable la sabiduría popular de unir una figura histórica atractiva con una de las frutas más deliciosas del país.
Un perfumista estaría encantado de los aromas. Los holunder y los kirschen-trauben pueden competir con los acacios de algunas avenidas y calles de mi país. Es tierra de no me olvides, salvias, de flores innumerables.
Los Cola Roja de Casa, casi en extinción por su ingenuidad de anunciar que viven el amor con movimientos y gorjeos inusitados, anidan en los árboles.
Pero también graznan los cuervos. Se aprovisionan para viajar al sur. Caminan apresurados buscando algún objeto que transportan en su pico. La nieva acecha ya desde las montañas. Olas de vientos fríos vuelan desde el norte. El invierno se avecina, con su temprana oscuridad, el frío y la neblina que producen depresión en alrededor de un 15 por ciento de la población.

Si en lugares como éste la gente fuera tan bella como es la naturaleza estaríamos en las inmediaciones de uno de los primeros y últimos sueños del hombre, la felicidad en la tierra, el Paraíso aquí y quizás allá.
Pero, tal vez, por la perfección de la naturaleza es más fácil advertir el desequilibrio que con respecto a esa armonía presenta el ser humano. No todos intentan acercarse a esa perfección, sino que muchas veces la destruyen, y al hacerlo, se destruyen también a sí mismos.
Conversé con ancianos que estuvieron en la segunda guerra mundial e incluso con sobrevivientes de las dos guerras. Algunos me contaron que participaron en la batalla de Stalingrado, otros que fueron durante años prisioneros de los rusos, los terceros que huyeron de la guerra.
En algunos de esos ancianos se salvó cierta humanidad; en otros la masiva matanza de seres humanos, bajo los más ruines pretextos, fue simplemente una experiencia de vida. Tampoco faltan quienes justifican el genocidio.
Muchos de esos hombres, endurecidos por la abyecta propaganda y la ruin inhumanidad, algunos insanos hasta la muerte, aplicaron en su familia y en sus hijos un autoritarismo reforzado por degradantes experiencias de vida.
Muchas familias que vivieron la experiencia de la postguerra se quebraron. Tales situaciones deben relacionarse con las estadísticas que afirman que una de cada tres personas tiene problemas síquicos o nerviosos.
Una de mis experiencias con ese mundo me dejó helado. Fue con motivo de una visita. El jefe de hogar era una persona amable a pesar de que una cicatriz le cruzaba parte del mentón y se perdía en los pliegues del cuello.
Después de una abundante merienda se produjo una cierta intimidad como resultado del calor de un agrado compartido. Me enseñó fotografías. Comenzó con las de sus abuelos, de sus padres, y de su propia niñez. Luego vinieron las fotos de juventud y con una sonrisa me pasó algunas donde él aparecía vistiendo el uniforme militar con el símbolo más abyecto del siglo veinte: la svástica. Me quedé sin respiración mientras él contaba sus aventuras como soldado del ejército de Hitler.
Yo había visto nazis sólo en películas y había sentido el horror de esas fotografías donde se amontonaban los cadáveres en pilas de varios metros de altura. Me conmovieron los sobrevivientes de los campos de concentración que sólo eran huesos y piel. Algunas novelas contribuyeron a formarme una imagen del holocausto. Y numerosos textos políticos y teóricos me aclararon qué era, en esencia, ese régimen.
Y ahora, estupefacto, escuchaba a un anciano que relataba historias y chascarros sucedidos en esa guerra mientras él servía a ese ejército. Me hundí en mis pensamientos mientras sujetaba mis emociones. Mudo traté de convencerme de que todos los jóvenes de aquel período tuvieron que integrarse a las fuerzas armadas y pensé que, quizás, mi anfitrión no había matado a nadie.
Pero cuando regresé a la realidad de esa habitación y escuché las voces, que asumieron los rasgos del sueño y la pesadilla, se había creado en mi un sentimiento inconfundible.

Yo había encontrado una solución fácil como resultado de mis ideas y sentimientos antinazis. Pero, ¿qué sucedió en el interior de esas familias? No era difícil imaginarse el conflicto si los hijos accedían a la educación y tenían criterio para discernir el bien del mal. ¿Qué ocurrió con aquéllos que no reprodujeron en forma automática la herencia emocional e ideológica de sus padres? ¿O con quienes asumieron una actitud crítica respecto de ese pasado y entraron en conflicto con el abuelo o el padre? ¿Y cuál fue la conducta de la madre durante ese período?
Un hombre de alrededor de sesenta años se lamentó ante mí de no saber español. Me dijo que sus padres le prohibieron estudiar otras lenguas. Debía aprender sólo alemán.
Una señora de edad parecida me confidenció haber criticado duramente a su madre que fue profesora en Viena preguntándola..., ¿Y dónde estabas tú cuando ocurrían esos horrores, por ejemplo, con tus alumnos judíos?
Sé que no existe una respuesta fácil, ni es la misma para cada caso, ni todos han tenido la desgracia de vivir la época en que un país es atenazado por un sistema que deja muy pocas alternativas.
Esa situación también la vivimos nosotros como país. Pero con diferencias , porque a lo menos una comisión ad hoc investigó las violaciones a los derechos humanos y sus resultados fueron publicados en varios libros. El proceso a uno de los generales que dirigió la Gestapo de Pinochet fue transmitido por televisión.
El mismo juicio político y moral, público, de los responsables a las violaciones de los derechos humanos se hizo en Argentina y otros países afectados por dictaduras brutales. El caso de Sudáfrica es ejemplar.
Es verdad, sin embargo, que no fueron sancionados todos los culpables, pues en Chile se pactó con la dictadura el proceso de transición hacia la democracia. La oposición ofreció su silencio ante los crímenes de Pinochet a cambio de democracia tutelada. Por eso un importante sector político y social sigue creyendo que la dictadura realizó una labor patriótica, extirpar el cáncer marxista. Ese sector no comprende que ningún pretexto puede justificar el torturar, asesinar, y hacer desaparecer personas. La tarea de la reconciliación sobre la base de que se haga justicia no ha sido abandonada. Sigue como elemento clave del debate político y ético.
Y no puedo dejar de recordar estos hechos cuando tengo la oportunidad de oir a viejos nazis austríacos contarme las anécdotas de la segunda guerra mundial, sin trazas de arrepentimiento moral. En el fondo se trata de lo mismo, falta de arrepentimiento ante la iniquidad. El mismo fenómeno se advierte en mi país.
Sin embargo, ambos países, son sacudidos por la política contenida en la nueva doctrina de que la violación a los derechos humanos no tiene fronteras nacionales. Desde el exterior se impulsa procesos para limpiar algunos nidos.

 

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