Tuve
una tía que se llamó Ernestina a la cual debo mi primera
vida, pues cuando mi madre iba camino a realizar un aborto pasó
a visitarla y ella, muy devota, la convenció de que era pecado
interrumpir el embarazo y la aconsejó seguir adelante con el dictado
de Dios.
Era mi tía predilecta y cuando era escolar aceptaba gustoso sus
encantadoras invitaciones a pasar algunos días o semanas en su
casa.
Mi tía Ernestina me narró las entretenidas historias
de la Biblia y me mostró aquellas hermosas ilustraciones que tenía
su libro. Entre esos dibujos me fascinaban los del Paraíso donde
el dibujante había logrado un nivel extraordinario para representar
la belleza de un lugar indescriptible. Las formas y colores se grabaron
y acuden a mi mente siempre que encuentro en algún texto referencias
a imágenes paradisíacas.
El lugar en que vivo puede compararse perfectamente con la memoria de
esas ilustraciones. Está situado entre el río y la montaña
y es convencimiento que la gente, los animales y los árboles crecen
más sanos y hermosos.
Para llegar a este lugar se viaja desde la ciudad más
próxima una media hora y luego de una curva se desciende al valle
a través de un puente que representa una puerta que se abre a este
paisaje de sueño.
Abajo, las aguas del ancho río reflejan las montañas cubiertas
de árboles que se imbrican por sus diferentes niveles de altura
y de edad. A sus pies se esparcen en pequeñas agrupaciones las
aldeas.
La visión se llena con la mágica sensación de ir
entrando lentamente, a medida que se avanza por el puente, a alguno de
los más sensacionales cuadros paisajistas. Pudiera creerse que
se vive dentro del cuadro preferido.
Cuando la nieve recién comienza a escurrirse, en febrero,
surgen en el bosque las rosas de nieve que cubren grandes superficies
creando un cuadro que seguramente registró algún pintor.
En una noche de insomnio me levanté a eso de la cinco y abrí
las persianas. Con estupor vi que a esa hora atravesaba silenciosamente
las calles de la aldea, caminando en puntillas, una manada de ciervos.
Grandes y chicos, padres e hijos avanzaban lentamente mirando hacia el
interior de las casas bajo un sobrecogedor silencio ante el temor de que
se despertara alguno de los numerosos perros que habitan en la aldea.
Siempre procuré tener en cuenta el principio de respetar las costumbres
de la gente. Cada año hago un huerto como mis vecinos. Uso la guadaña
y aprendí a considerar, como ellos, con la mayor seriedad, las
fases de la luna para sembrar ensaladas o papas. Obviamente existen diferencias
entre los campesinos de aquí y de allá, pero ambos creen
en las bondades de la luna.
Cierta vez que estuve en Chile fui con mi hijo a pescar al
océano. Nuestros esfuerzos resultaron inútiles aunque veíamos
saltar los peces en la unión del río con el mar. Regresamos
cabizbajos bajo el peso de las mochilas, pues debíamos caminar
algunos kilómetros en un paisaje semisalvaje del sur. Encontramos
a un campesino, hablamos con él y le contamos nuestro fracaso en
la pesca. Pero no se fijó en la luna, patroncito, dijo.
Puedo afirmar que, al cabo de algunos años, tengo tanto éxito
como mis experimentados vecinos. Nuestras papas son grandes y hermosas.
Los pepinos se multiplican. Con admiración miro mi toronjil.
Un signo de identificación con algunos de mis vecinos es que cuando
pasan y me ven inclinado en el huerto preguntan con picardía: ¿Insectos
de las papas, ah? Como para no aburrirse, contesto riéndome pues
sé que todos estamos en la misma actividad. La diferencia que noté
en los últimos años es que se han sumado los repugnantes
caracoles andaluces (!) que se desplazan entre la detestable maleza francesa
(!).
Tenemos un árbol de una antigua clase de manzanas con el cual produzco
un mosto que campesinos experimentados alaban y arbustos que sirven para
hacer exquisitas mermeladas. Planté un membrillo, pues la mermelada
de ese fruto es parte de mi cultura, y también un manzano „Príncipe
Rodolfo“, pues es admirable la sabiduría popular de unir
una figura histórica atractiva con una de las frutas más
deliciosas del país.
Un perfumista estaría encantado de los aromas. Los holunder y los
kirschen-trauben pueden competir con los acacios de algunas avenidas y
calles de mi país. Es tierra de no me olvides, salvias, de flores
innumerables.
Los Cola Roja de Casa, casi en extinción por su ingenuidad de anunciar
que viven el amor con movimientos y gorjeos inusitados, anidan en los
árboles.
Pero también graznan los cuervos. Se aprovisionan para viajar al
sur. Caminan apresurados buscando algún objeto que transportan
en su pico. La nieva acecha ya desde las montañas. Olas de vientos
fríos vuelan desde el norte. El invierno se avecina, con su temprana
oscuridad, el frío y la neblina que producen depresión en
alrededor de un 15 por ciento de la población.
Si
en lugares como éste la gente fuera tan bella como es la naturaleza
estaríamos en las inmediaciones de uno de los primeros y últimos
sueños del hombre, la felicidad en la tierra, el Paraíso
aquí y quizás allá.
Pero, tal vez, por la perfección de la naturaleza es más
fácil advertir el desequilibrio que con respecto a esa armonía
presenta el ser humano. No todos intentan acercarse a esa perfección,
sino que muchas veces la destruyen, y al hacerlo, se destruyen también
a sí mismos.
Conversé con ancianos que estuvieron en la segunda guerra mundial
e incluso con sobrevivientes de las dos guerras. Algunos me contaron que
participaron en la batalla de Stalingrado, otros que fueron durante años
prisioneros de los rusos, los terceros que huyeron de la guerra.
En algunos de esos ancianos se salvó cierta humanidad; en otros
la masiva matanza de seres humanos, bajo los más ruines pretextos,
fue simplemente una experiencia de vida. Tampoco faltan quienes justifican
el genocidio.
Muchos de esos hombres, endurecidos por la abyecta propaganda y la ruin
inhumanidad, algunos insanos hasta la muerte, aplicaron en su familia
y en sus hijos un autoritarismo reforzado por degradantes experiencias
de vida.
Muchas familias que vivieron la experiencia de la postguerra se quebraron.
Tales situaciones deben relacionarse con las estadísticas que afirman
que una de cada tres personas tiene problemas síquicos o nerviosos.
Una de mis experiencias con ese mundo me dejó helado. Fue con motivo
de una visita. El jefe de hogar era una persona amable a pesar de que
una cicatriz le cruzaba parte del mentón y se perdía en
los pliegues del cuello.
Después de una abundante merienda se produjo una cierta intimidad
como resultado del calor de un agrado compartido. Me enseñó
fotografías. Comenzó con las de sus abuelos, de sus padres,
y de su propia niñez. Luego vinieron las fotos de juventud y con
una sonrisa me pasó algunas donde él aparecía vistiendo
el uniforme militar con el símbolo más abyecto del siglo
veinte: la svástica. Me quedé sin respiración mientras
él contaba sus aventuras como soldado del ejército de Hitler.
Yo había visto nazis sólo en películas y había
sentido el horror de esas fotografías donde se amontonaban los
cadáveres en pilas de varios metros de altura. Me conmovieron los
sobrevivientes de los campos de concentración que sólo eran
huesos y piel. Algunas novelas contribuyeron a formarme una imagen del
holocausto. Y numerosos textos políticos y teóricos me aclararon
qué era, en esencia, ese régimen.
Y ahora, estupefacto, escuchaba a un anciano que relataba historias y
chascarros sucedidos en esa guerra mientras él servía a
ese ejército. Me hundí en mis pensamientos mientras sujetaba
mis emociones. Mudo traté de convencerme de que todos los jóvenes
de aquel período tuvieron que integrarse a las fuerzas armadas
y pensé que, quizás, mi anfitrión no había
matado a nadie.
Pero cuando regresé a la realidad de esa habitación y escuché
las voces, que asumieron los rasgos del sueño y la pesadilla, se
había creado en mi un sentimiento inconfundible.
Yo
había encontrado una solución fácil como resultado
de mis ideas y sentimientos antinazis. Pero, ¿qué sucedió
en el interior de esas familias? No era difícil imaginarse el conflicto
si los hijos accedían a la educación y tenían criterio
para discernir el bien del mal. ¿Qué ocurrió con
aquéllos que no reprodujeron en forma automática la herencia
emocional e ideológica de sus padres? ¿O con quienes asumieron
una actitud crítica respecto de ese pasado y entraron en conflicto
con el abuelo o el padre? ¿Y cuál fue la conducta de la
madre durante ese período?
Un hombre de alrededor de sesenta años se lamentó ante mí
de no saber español. Me dijo que sus padres le prohibieron estudiar
otras lenguas. Debía aprender sólo alemán.
Una señora de edad parecida me confidenció haber criticado
duramente a su madre que fue profesora en Viena preguntándola...,
¿Y dónde estabas tú cuando ocurrían esos horrores,
por ejemplo, con tus alumnos judíos?
Sé que no existe una respuesta fácil, ni es la misma para
cada caso, ni todos han tenido la desgracia de vivir la época en
que un país es atenazado por un sistema que deja muy pocas alternativas.
Esa situación también la vivimos nosotros como país.
Pero con diferencias , porque a lo menos una comisión ad hoc investigó
las violaciones a los derechos humanos y sus resultados fueron publicados
en varios libros. El proceso a uno de los generales que dirigió
la Gestapo de Pinochet fue transmitido por televisión.
El mismo juicio político y moral, público, de los responsables
a las violaciones de los derechos humanos se hizo en Argentina y otros
países afectados por dictaduras brutales. El caso de Sudáfrica
es ejemplar.
Es verdad, sin embargo, que no fueron sancionados todos los culpables,
pues en Chile se pactó con la dictadura el proceso de transición
hacia la democracia. La oposición ofreció su silencio ante
los crímenes de Pinochet a cambio de democracia tutelada. Por eso
un importante sector político y social sigue creyendo que la dictadura
realizó una labor patriótica, extirpar el cáncer
marxista. Ese sector no comprende que ningún pretexto puede justificar
el torturar, asesinar, y hacer desaparecer personas. La tarea de la reconciliación
sobre la base de que se haga justicia no ha sido abandonada. Sigue como
elemento clave del debate político y ético.
Y no puedo dejar de recordar estos hechos cuando tengo la oportunidad
de oir a viejos nazis austríacos contarme las anécdotas
de la segunda guerra mundial, sin trazas de arrepentimiento moral. En
el fondo se trata de lo mismo, falta de arrepentimiento ante la iniquidad.
El mismo fenómeno se advierte en mi país.
Sin embargo, ambos países, son sacudidos por la política
contenida en la nueva doctrina de que la violación a los derechos
humanos no tiene fronteras nacionales. Desde el exterior se impulsa procesos
para limpiar algunos nidos.
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