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Clase magistral de ética
(Por Miguel Gómez S.)

 

 En cierta oportunidad debí utilizar un servicio privado asociado a una organización cristiana, y cuando confeccionaban mi ficha para ingresarla al computador me preguntaron si profesaba alguna religión. Respondí que era de formación católica, pero ... no alcancé a terminar mi explicación y pasaron a la pregunta siguiente.
Semanas después recibí, no sin sorpresa, un libro de esa organización acompañado de la cuenta. No lo había encargado, no lo necesitaba ni tenía dinero para pagarlo. Tampoco había compromisos financieros pendientes, pues el servicio utilizado había sido pagado oportunamente. El libro reposó olvidado en algún rincón de la casa.
Volví a recordar el episodio cuando la religión cayó como una piedra sobre mi cabeza al recibir una carta donde me informaban que tenía una deuda equis por concepto de pago de los impuestos, erogación que en mi país es voluntaria.
El procedimiento me pareció demoníaco, pues no era católico, no había jamás trabajado a cambio de una remuneración en este país, por tanto estaba descalificado aún como cesante, carecía de todo tipo de ayuda, y no tenía ingresos personales. Es decir sólo tenía problemas.
Nadie, por supuesto, me había preguntado por mi situación. Debo ser el único latinoamericano que vive en este sector, pero jamás al pastor de la iglesia, que está ubicada cerca de la aldea se le ha cruzado por la mente hablar conmigo, aunque sea la oveja negra del rebaño, o tal vez por eso, con mayor razón. Porque mi visión del sacerdote creada en mis orígenes era la de un médico del espíritu, consolador de las almas, aliviador de las cargas, y eso es lo que no he visto. Y me asombro.
Esta relación de papeles y cuentas de la administración eclesiástica me indignó y resolví utilizar el mismo procedimiento. En un viaje a Chile concurrí a una Notaría donde firmé una Declaración Jurada en la que se indicaba que yo no profesaba religión alguna. Sin embargo, no tuve que enviarla, porque alguien se adelantó e informó a la iglesia, mediante una carta, que yo no era católico.

Mi formación católica incluyó el bautizo, la primera comunión y la confirmación. Pero ya en la escuela secundaria abandoné el catolicismo porque la vida me exigía más acción terrenal.
La causa concreta es que mi madre enfermó gravemente y cuando conversé con el cura sobre las dificultades de esta situación me contestó: “Entrégasela a Dios.”
Era lo más cómodo e inhumano que jamás había escuchado. Años después volví a saber de esta frase cuando un pastor evangélico la utilizó para aconsejar a un atormentado familiar que dejara de ayudar a un pariente.
Comprendo que sobre la iglesia y sus hombres también cabalga la vida con todas sus manifestaciones de riqueza y o pobreza espirituales. Aún cuando el cura de mi aldea no me ha hablado, sé que a unos cuantos kilómetros al sur hay otro cura que tiene una variada actividad cultural con grupos artísticos, incluídos africanos y de otros países tercermundistas.
Y es lógico, porque la iglesia tiene variados rostros y porque ninguna organización puede escapar a la existencia de las diferencias. Es absurdo pretender una interpretación única de las múltiples manifestaciones de la vida. La visión única sólo se puede mantener a través de la represión y de la violencia. Por lo general quienes lo han intentado han fracasado.
En Austria no han sido lo mismo un Groer, un Schüller o un Krenn. Creo que muchos, si no todos, podemos diferenciar entre quienes han sufrido una equivocación en la elección de vida, donde verdaderamente hay acción sacerdotal solidaria y donde existe, a simple vista, hedonismo por la figuración, la politiquería y, quizás, por lo menos en apariencia, por la gula.

En mi país aprendí a diferenciar los rostros cristianos en situaciones extraordinariamente complicadas. Fui una de las personas políticamente activas que se quedó luego de perpetrado el sangriento golpe de Estado que derribó al presidente constitucional, Salvador Allende.
Como es sabido muchos de sus seguidores fueron asesinados, otros cayeron prisioneros y los restantes huyeron. Quedaron pocas figuras políticas conocidas. Era absurdo pensar que los trabajadores y la gente común se exiliara. Entonces debimos asumir tareas los desconocidos.
Fueron los peores años. Dominaba el terror en las instituciones y en las calles.
En ese período la iglesia asumió un rol que merece respeto eterno. El jefe de la iglesia católica, el cardenal Raúl Silva Henríquez, puso a esta institución al servicio de los perseguidos y fue la voz de los que no tenían voz. Creó la Vicaría de la Solidaridad.
Hubo obispos extraordinariamente valientes. Uno de ellos, en esos años cuando no se podía decir nada, comparó a Chile con la situación que sufrió Alemania bajo la dominación de los nazis, donde muchos fingieron no saber nada de las atrocidades e incluso protegieron a los culpables de una historia que todavía espanta a cualquiera persona bien nacida.
La dictadura y los medios de comunicación obsecuentes despedazaban a quien asumiera una voz crítica. Los servicios de seguridad continuaban los ataques de los diarios por otros medios, utilizando el terrorismo.
Pero hubo otros obispos que halagaban a Pinochet y le oficiaban misas para que continuara su labor de limpieza del país. No era el mismo mensaje el del obispo de Valparaíso al de Talca o Punta Arenas.
Si observo estos dos países, Chile y Austria, se puede advertir que el Vaticano siempre tiene algunos obispos quintacolumnistas. Existe la jerarquía eclesiástica, y existen voces que siempre estarán recordando a esa jerarquía lo que tiene que decir.
Si esa jerarquía no es oportuna en hacer una declaración ortodoxa sobre un determinado asunto algunos de esos obispos la hará. Son los niños regalones de los medios de comunicación. Son los perros fieles del Vaticano y, ante todo, del aduanero de la religión. Los tuvimos en Chile, los tienen en Austria.

Es conocido que hay alumnos que rechazan las clases de religión. Una de las explicaciones del porqué, leída en declaraciones de los mismos estudiantes, es que algunas ideas religiosas crean en ellos sentimientos de culpa que torturan o limitan su libertad de conciencia.
La ausencia de estudiantes en clases de religión es analizado, muchas veces, como una de las tantas manifestaciones de la actual confusión de los espíritus. Pero pareciera ser que la crisis que viven muchas instituciones, incluídas las que propagan confesiones, influye en el creciente abandono por el interés religioso.
Tanto aquí como a 14 mil kilómetros hay madres que lloran o padres que se desesperan por la aparente o real incomprensión de sus hijos. Pareciera que el corte del hilo umbilical incluye otras pérdidas, especialmente del sentimiento de respeto hacia los seres queridos.
Es sabido que las iglesias se ocupan especialmente de enseñar sobre cómo debe ser el comportamiento humano para vivir en armonía con los principios religiosos. Sobre esta base se enseñan los diversos mandamientos y otros preceptos morales y se busca mantenerlos a través de la persuasión o la guerra. Las formas religiosas contenidas en distintas y recientes guerras son esclarecedoras de hasta dónde y cuán profunda es esta crisis de tolerancia.
Si los jóvenes no asisten a clases de religión se supone que carecerían de una adecuada orientación ética, quedarían a la deriva y serían víctimas propicias de la inmoralidad que fluye diariamente en la calle, o de los contenidos destructivos que imparten diariamente los medios de comunicación. Los suplementos televisivos de diarios o las revistas especializadas en programas de TV, carentes de todo control, no orientan sino sólo hacen propaganda a niveles primitivos. Jamás oí alguna opinión de alguna personalidad relacionada con la educación sobre estos suplementos que promocionan los films de crímenes y horror.
Frente a este exceso de información, inmedible como el propio universo si pensamos en Internet, muy pocos pueden determinar con claridad adónde van como criaturas integrantes de un proceso que, en apariencia, carece de dirección y metas.
Naciones Unidas, algunos clubes, ciertos libros han determinado con alguna precisión los caminos que está recorriendo el hombre para autodestruirse. En todo caso el odio de las futuras generaciones por lo que hemos destruido ya en la tierra, está garantizado.
De este cuadro siniestro surgió la idea de reemplazar esa falta de orientación para aquellos jóvenes que no asisten a las clases de religión por lecciones de ética. Naturalmente existe la certeza de que esas clases no determinarán su comportamiento, pero sí lo ayudarán a elegir si se les orienta correctamente sobre las formas de vida y de conducta que existen en las diversas culturas, históricas y contemporáneas.
La primera pregunta que surgió luego de convenir en lo positivo de crear esta alternativa para los jóvenes que no asisten a clases de religión fue quién podría impartir esas clases de ética.
En el caso de la religión la misma iglesia prepara sus sacerdotes, aunque no está demás decir que también en esos hombres, sólidamente adoctrinados, se dan casos de derrumbe moral, cuestión que ha contribuido a acentuar la crisis.
Se supone que en la sociedad hay muchos que podrían dar charlas sobre ética. En primer lugar los profesores. Sin embargo, el problema es que el valor de una clase de ética sólo puede existir si la persona que imparte la lección es intachable en su experiencia personal ante sus alumnos. Este hallazgo es difícil pues el cuestionamiento de los estudiantes a los profesores es un hecho público.
La moral exige algo extraordinariamente complicado para los tiempos actuales, la regla de la consecuencia entre lo que se predica y practica. Si nos educamos bajo el lema de que el deporte es sano, un deportista famoso no puede consumir cocaína. Si ocurre la “sociedad” (entiéndase medios de comunicación) arremete como jauría de lobos contra el infractor a la regla. Eso no quiere decir, ni mucho menos, que los medios de comunicación sean morales sino que en el caso comentado no pudieron soportar que un famoso deportista austríaco se pasara a las filas del „enemigo“, los serbios, para poder competir.
En todo caso la ley de la consecuencia es muy difícil de hallar porque la peor crisis que enfrenta el hombre al entrar al nuevo milenio es la crisis ética. Reina la incredulidad y como consecuencia asumen la dirección de los procesos sociales y políticos, en diversos lugares, los que definitivamente ya se despidieron de los valores conquistados durante siglos.
Pero también creo que la esperanza está presente, porque la gente común ansía restablecer los valores morales y cuando los ve en alguna persona prominente rápidamente la santifica.
La vida entregada hacia los desamparados por la madre Teresa provoca admiración y afecto internacionales.
Una vida plena y brillante de una mujer noble, hermosa y rica, pero con la característica de apoyar causas justas como la lucha por eliminar las minas personales hacen de la muerte de lady D un dolor mundial.
Cuando un hombre que pasa veintisiete años sufriendo cárcel, sin renegar de sus justas ideas en contra del apartheid, es elegido presidente de su país hay un reconocimiento a la consecuencia en Nelson Mandela.
La atracción que sienten muchos jóvenes todavía por la figura de Ernesto Che Guevara tiene una explicación semejante: la consecuencia de ofrendar su vida por la justa idea de contribuir a liberar a los oprimidos de la explotación y la miseria.
Es un hecho que los ejemplos son contados, pero la admiración y el apoyo que estas figuras tienen en su lucha por la justicia garantizan todavía la vida en la tierra.
Creo que mucha gente entiende que, frente a la crisis general de valores, el único partido posible en estos tiempos es la incansable actividad por convertir en realidad la letra impresa de la declaración universal de los derechos humanos, síntesis moral de la historia del hombre y de los diversos pactos políticos, económicos, sociales y culturales.
Es nuestro único programa posible y se puede aplicar en las pequeñas batallas diarias en el lugar en que vivimos, estudiamos, militamos o trabajamos.

Cuando se discutió el tema de las clases de ética estaba con un profesor austríaco y le dije que si de mí dependiera escogería a las personalidades que han realizado grandes proyectos humanos para que impartieran esas clases.
Mencioné a Heinrich Harrer, personalidad que vive en Carintia y cuyo museo en Knappenberg había visitado. El estrecho contacto de Harrer con el Dalai Lama concitó el interés de Hollywood que en esos días anunciaba la filmación de una película sobre ese vínculo.
Pero algunos días después me golpeó la sorpresa cuando la televisión reprodujo la información de una revista alemana que con documentos encontrados en los archivos de Berlín acreditaba que Harrer integró las SA desde 1933 y las SS desde 1938. Luego se reprodujeron fotografías donde aparece Harrer, que ya era célebre, junto a Hitler.
Los medios de información reprodujeron breves declaraciones de Harrer y publicaron algunas cartas donde los lectores argumentaron a favor o en contra y, en algunos casos, escribieron sobre sus propias experiencias y relaciones con el nazismo.
Este es precisamente el debate que los políticos austríacos han eludido. ¿Por qué ha de llegarse al caso de que un importante aspecto de la vida de una celebridad como Harrer debe conocerse por la investigación que realiza una revista extranjera? Si creemos en Harrer seguro que él ha sentido vergüenza y pena si consideró el dolor y/o el desengaño de quienes han visto en él a un maestro de vida.
Lo lamentable es que cada discusión realizada sobre este tema es impuesta desde el exterior. No conozco, hasta el momento de escribir estas líneas, ningún debate político de gran nivel originado en los medios nacionales. Lo sucedido con los cuadros de Schiele en Estados Unidos ha destapado la maloliente olla de la política seguida durante el nazismo en contra de los artistas y respecto de las obras de arte.
Me pareció incomprensible que la primera respuesta que las autoridades dieron es que no hay información sobre lo ocurrido con las pinturas entre 1938 y 1945. ¿Por qué no se ha investigado exhaustivamente ese período?
Creo que en este país es más difícil encontrar auténticos profesores de ética, porque no todos han asumido la historia en su integridad, incluidos todos sus capítulos. Falta la clase magistral de ética que debe dar la nación entera, asumiendo en plenitud la verdad.
Con razón, Simon Wiesenthal, a propósito del caso Harrer, dijo que él se ocupaba sólo de criminales de guerra nazis y de los que han permanecido como tales. Pero subrayó que a las SS habían pertenecido muchos austríacos: „El fundamento para que así fuera, es que los alemanes nunca tomaron para todo a los austríacos. Los han visto como cobardes. Por eso fueron muchos austríacos a las SS, para mostrarles qué se puede hacer. A menudo eran más crueles que los propios alemanes. Pero sólo en Alemania existen ahora procesos, en Austria vivimos, en cambio, en una fría amnistía“.

Es obvio que al término de la segunda guerra mundial no se podía poner en prisión a un tercio o a la mitad de la población. No había cárcel suficiente para todos los que violaron los derechos humanos. Por eso en Alemania los juristas elaboraron categorías de culpabilidades, aunque los resultados tampoco garantizaron justicia plena, según diversos analistas.
El problema aquí no era sólo de aquellos que fueron simples soldados en ese ejército de victimarios sino que muchos sino todos sus jefes han vivido holgadamente, sin trazas de arrepentimiento moral y han transmitido a las generaciones siguientes una ideología cavernaria. Los simples soldados, por su parte, como he podido constatarlo, pueden reír y hacer chistes sobre sus andanzas en la guerra, porque no han sido moralmente enjuiciados.
El hecho de que todavía existan dirigentes políticos y gente que públicamente se oponga a que se exhiba una exposición que informa de los crímenes del ejército alemán y austríaco en el frente del Sur-Este es el más claro indicador de esta anómala situación.
Estos hechos prueban que debe hacerse todavía más desde el punto de vista político para determinar en la conciencia de todos de que el régimen nazi fue inhumano y que la prolongación de ese ideario, vestido de nuevos ropajes, es inaceptable.
Es cierto que ese objetivo depende de la correlación de fuerzas políticas y es también verdad que a los jefes políticos les ha faltado la voluntad para realizar, institucionalmente, esa tarea moral. Pareciera que las consideraciones electorales han gravitado más que la salud de todo un país.
Sin embargo, a fines de 1997, año declarado por Naciones Unidas de lucha contra el racismo, se advierten signos alentadores en esa dirección. Tal vez ha madurado la hora de un ajuste de cuentas moral.
Por lo demás es sobre esta contradicción, entre otras, donde se sitúa el desarrollo político de este país durante la segunda república. Las fuerzas vinculadas a los nazi lograron, en gran medida, cubrir de silencio su actividad. Pero muchos, en primer lugar los intelectuales y artistas, han ido gravitando más y más en su quehacer crítico.
Si queremos comprender las manifestaciones de racismo, de odio y enemistad hacia los extranjeros que no provienen de países ricos, es necesario remontarse a prejuicios históricos, al proceso político de la postguerra, a la sobrevivencia de rasgos de la ideología nazi que se manifiestan por doquier, al discurso de la derecha y a la contribución consciente o inconsciente de los medios de comunicación.

 

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