Austria
fue en mi país una imagen posta de un cartel entrevisto en alguna
oficina pública, seguramente de turismo, con un paisaje de coníferas
en una montaña cubierta de nieve, y lo más probable es que
correspondió a Tirol.
El
dato de que Freud o Hitler fueran austríacos fue también
irrelevante, porque ellos son personajes que trascienden un país
y pertenecen a la historia de la humanidad.
La persona que más me acercó a Austria fue el escritor,
Robert Musil con su difícil, intenso y apasionante libro “El
hombre sin atributos.” El campo de reflexiones abierto por esa obra
fue un descubrimiento cuyas resonancias se han prolongado por toda una
vida.
Sólo con Mann y “La montaña mágica”,
leído cuando era estudiante de los últimos años de
la enseñanza media, conocí un proceso de entusiasmo parecido.
Naturalmente era un conocimiento estrictamente literario.
Ignoraba que la obra de Musil fue proscrita durante el régimen
nazi y que el escritor se exilió y murió fuera de su patria.
Jamás imaginé que en aquellos años, de ese régimen,
vivió de la solidaridad y que, incluso, para pagar al dentista
tuvo que esperar que llegara una donación de dinero hecha por otro
escritor. Musil no tiene tumba, sus cenizas se deslizaron agua abajo;
nunca ha muerto.
Del
mismo modo se presentaba separada la vida de Thomas Mann y su obra literaria.
No había información de que el régimen nacional socialista
le arrebató su nacionalidad y despojó de sus títulos
académicos. No tuve la oportunidad de leer “Achtung Europa”
y otros textos del exilio.
El libro de Musil me lo prestó un amigo, periodista y poeta, en
los años setenta, con el cual, durante un período, elaboramos
un diario clandestino en contra de la dictadura militar. Con Jorge Soza,
el „Chico Soza“ nos reuníamos en su casa y luego de
discutir los contenidos del periódico hablábamos de literatura
de la cual él era devoto. Cuando palpé las tapas del libro
de Musil apareció ante mi el nombre de Klagenfurt por primera vez.
Mi amigo tenía sólo el primer tomo. Para consolarme del
desencanto me conseguí otro libro de Musil: “Las tribulaciones
del joven Törleß”, publicado en 1906.
Entre esos adolescentes, hijos de familias tan dignas, reconocí
en mi lectura a los futuros ejecutores del holocausto en Europa y a los
torturadores de mi país. El joven Törleß fue expulsado
por no integrarse al sistema y el director recomienda a sus padres que
se preocupen de la nutrición del espíritu del joven.
La lectura de Musil, en esos años, no fue nunca un estímulo
para desear conocer alguna vez Austria ni menos para pensar en vivir en
este país, ha sido más bien un apreciado instrumento para
penetrar la realidad.
No
me condujo a Austria la literatura. Era necesario que apareciera el primer
factor, vinculado a los sentimientos. Es curioso porque pasaron muchos
años para elaborar mi propia comprensión de ese fervoroso
alegato y disección de los sentimientos hechos por Musil en su
obra. Creo que sólo un austríaco podía haberlo escrito.
Debí emigrar de mi país en aquel tiempo en que opositores
a la dictadura eran asesinados y muchos desaparecían para siempre.
El pensar diferente y actuar en consecuencia estaba castigado con la pena
de muerte. Perdí el equilibrio tanta abyección en el ser
humano.
Antes habíamos jugado y hasta disfrutado de la política.
Esta constituyó un desafío intelectual de conocimientos,
inteligencias y talento para los diferentes actores. Cuando determinados
sectores políticos recurrieron a los militares la política
se transformó en tragedia.
Conocí de las atrocidades por boca de las víctimas que sobrevivieron
o por testimonios de parientes o amigos de gente que estuvo detenida.
Descreía de tanta bajeza. Sostuvo mi esperanza de vida la nobleza
de sentimientos de la gente que luchaba. Llegué al exterior a reponerme
de una guerra irregular o regular, las cuales, en el fondo, representan
lo mismo: irracionalidad y crueldad ilimitada. No he sido exiliado político,
salvo para la organización que después de la caída
de la dictadura ordenó los archivos
A estos factores se unieron los sentimientos, ese círculo mágico
que encierra el amor, para llegar a Austria. En esa época mi divisa
era la antigua máxima „Omnia vincit amor“. Es verdad,
pero a medias porque oculta que después de una larga y tenaz lucha,
efectivamente el amor vence, pero entonces, como escribió el poeta,
ya no somos los mismos, para disfrutar de la victoria.
Nos
casamos en Viena en el Día de los Inocentes, porque fue la única
fecha posible para la consumación de un matrimonio que se realizó
a pesar de la oposición de la familia de Sophie. Lo hicimos en
secreto porque era agobiante el intento de repetir la historia de Romeo
y Julieta y porque, además, nosotros queríamos vivir nuestro
amor.
La oposición a nuestro matrimonio estaba motivada en malsanos prejuicios
originados en las erróneas opiniones vertidas en su tiempo por
Voltaire, Montesquieu, Hume, Hegel y otros ilustrados próceres
europeos que consideraron que en el nuevo mundo sólo existirían
seres degradados.
Uno de esos seres envilecido de nacimiento era yo, y esa condición
era inocultable debido, sobretodo, a mi mestizaje, lo cual cualquiera
podía advertirlo al observar mi repugnante piel café oscura
heredada de una abuela originaria.
Mi futura esposa era austríaca y provenía de una familia
del sur y a pesar del estricto control de la nutrición de su espíritu
había logrado, en múltiples oportunidades, burlar esa vigilancia
y aprender idiomas tan inútiles como el español y leer a
autores que eran considerados inadecuados para su formación como
el desvergonzado Quevedo.
Sólo esa insaciable curiosidad que la caracterizaba y esa malsana
tendencia a no circunscribirse a los dictados de sus seres queridos, le
permitió conocerme en un tercer país, obviamente ubicado
al sur, y enamorarse de un perdedor como yo, un tercermundista.
Algunos austríacos buscaron raíces eslavas para explicarse
la increíble conducta de la joven para casarse con un mestizo,
casi un negro. Para otros quedó flotando la única explicación
admisible para esos cerebros desarrollados: Sophie necesitaba de ese mitológico
temperamento latino, pues desde jóvenes habían aprendido
de sus padres que las austríacas de pelo negro no eran aptas para
el matrimonio.
No tuvimos tiempo para pensar en la iglesia, pero si lo hubiéramos
tenido no habríamos aceptado compartir por toda la vida la discriminación
del mandato que ordena sumisión a la mujer y reserva la cualidad
de la comprensión sólo al hombre.
Esta formulación habría herido nuestros sentimientos y el
convencimiento sobre la igualdad básica de los seres humanos por
encima de las diferencias reales e imaginarias. En ese sentido éramos
partidarios de la declaración universal de los derechos humanos
que cada uno había conocido de la propia realidad, porque en la
escuela habíamos aprendido conceptos más útiles.
Vivíamos la magia del amor, quizás la única que es
verdadero regalo de Dios en nuestra breve y torturada existencia. Por
eso ninguna dificultad rozó nuestra piel ni mucho menos los sentimientos
y la decisión de casarnos.
Nos
conocimos en un tercer país y viajamos a Viena porque allá
era imposible casarse. Dos extranjeros, de distintos países, casarse
en un tercer país era misión imposible y no juego televisivo.
La cantidad de complicaciones era infinita y el proceso de una lentitud
exasperante.
Viena nos pareció ideal pues simplificaría la situación
ya que se trataría de casar a una nacional con un extranjero. Pensábamos
que así se solucionaba la mitad del problema. Viajamos en tren,
desde el sur, y mi futura esposa mostró una alegría desbordante
luego de cruzar la frontera e ingresar a su país. Compartí
sus sentimientos no sólo porque su alegría era también
la mía, sino porque sentía, cada día con mayor fuerza,
la ausencia de mi propio país.
Cuando vimos desde la ventana del tren la belleza de las aldeas situadas
al pie de las montañas, la quietud de las calles y el humo que
silenciosamente exhalaban las chimeneas, creímos que algún
día seríamos capaces de generar calor en alguna casa como
aquellas.
Llegamos en la mañana a Viena. Südbahnhof, la estación
del sur era como la de Belgrado o Santiago: un lugar donde siempre habrá
alcohólicos, prostitutas, drogadictos, contrabandistas y pasajeros.
Era muy bueno salir del tren y de la estación con sentimientos
entrelazados por las manos, con dos bolsos livianos cargados de sueños,
una impecable muda de ropa, los utensilios para el aseo personal y algunas
exquisitas conservas que ayudarían a enfrentar las primeras horas.
Salimos y tuvimos frío.
Sophie
me arrastró para buscar calor y atravesamos la calle dirigiéndonos
a la derecha donde casi a la carrera nos introdujimos a un fantástico
palacio y en minutos integramos un grupo al cual una guía explicaba
los contenidos de los cuadros de una exposición.
Estábamos presenciando las pinturas de un célebre representante
del arte degenerado. En medio del relato no pude evitar un respingo cuando
la guía mencionó mi país, Chile. „Hay una sobreviviente
que vive allá, después te cuento“, dijo Sophie.
Cuando volvimos a Südbahnhof a comer nuestro pan, mi amiga me explicó
la historia de las pinturas y la conexión con mi país y
luego empezamos a pensar dónde dormir, pues no disponíamos
de suficiente dinero para pagar un hotel.
Usamos el teléfono, hubo conversaciones, risas, pero no hubo alojamiento.
Fuimos a visitar a una amiga de Sophie. Tenía una cara cansada,
dos niños y una lista con problemas. Lamentó no poder ayudarnos.
Hubo otras llamadas inútiles. Recordamos a un amigo que yo también
había conocido en el tercer país. Lo ubicamos, se alegró
y nos invitó a comer al día siguiente en un restaurante
que estaba cerca de su casa.
Llamamos a otro conocido a su oficina, fue ubicado, pidió saber
quién lo llamaba y después informaron que se había
ido.
Optamos por revisar nuestros cálculos anteriores para financiar
una noche en una residencial que fue un nuevo sueño de amor. Amanecimos
abrazados, radiantes, lo que completamos con un desayuno frugal, pero
uno de los mejores de mi vida porque disfruté del pan de la mañana
en Austria.
Fuimos a la oficina del juez del distrito. Para casarse había que
presentar una serie de documentos comenzando por la inscripción
del lugar en que vivíamos, y los míos debían ser
traducidos y legalizados.
Nos movimos en distintas direcciones y comencé a ver la Viena con
los ojos de Sophie: la Universidad donde estudió, los comedores
que frecuentó, el barrio donde vivió y el pequeño
mercado.
También vi algunas célebres estatuas, edificios e iglesias
entrevistos como en Roma o Berlín, Estocolmo o Praga, capitales
que yo había conocido porque mi vida, por encima de mi juventud,
había sido una viaje permanente, con algunas escalas técnicas,
la última de las cuales había sido una prolongada enfermedad
derivada de la maldad de ciertos seres humanos uniformes.
En la tarde del segundo día nos encontramos con el amigo que nos
invitó al restaurante. Fue agradable. Cuando hablamos de alojamiento
extrajo su libreta, revisó su programa de vida, y dijo que disponíamos
de dos noches: un miércoles y un viernes. Escribió las fechas,
dio su dirección e indicó la hora de llegada y de salida.
Al término de tan buena comida estábamos más alegres,
pues teníamos aseguradas dos noches. Hicimos nuevos cálculos
de nuestro dinero, redujimos alimentación, restamos dos noches,
y nos dirigimos a un local relacionado con latinoamericanos donde bailamos
durante horas. Transpirados, ansiosos, fuimos a la residencial. La vida
era hermosa.
Sostuvimos
una entrevista con el juez del distrito mientras esperábamos la
traducción y legalización de mis documentos. Por primera
vez sentí las dificultades ante la gélida mirada y la expulsión
de palabras ininteligibles, pero claramente inamistosas. Dijo que no podía
casarnos, el pretexto lo olvidé.
Coincidimos en que ese juez padecía de idiotez incurable. Recordamos
casos parecidos. Viena no podía ser inmune a la enfermedad. Concluímos
en que visitaríamos jueces de otros distritos. En la guía
de teléfonos ubicamos direcciones, miramos el mapa, hicimos consideraciones
subjetivas o geográficas y elaboramos una lista de jueces. La miramos
extasiados: en uno de esos nombres estaba la persona que nos casaría.
Cada día logramos conversar con dos y hasta tres jueces. Pero topamos
con la misma frialdad del primero y a mi amiga exigían hasta las
direcciones donde antes había vivido. Eso significaba viajar al
sur, en su país, cuestión que queríamos evitar.
El dinero escaseaba y ya habíamos ocupado las dos noches que nos
ofrecieron. Sólo una puerta se abrió; era un familiar de
una amiga de Sophie. Fuimos a su casa, nos miró con simpatía,
cordialidad y calor humanos.
Allí desayunamos y el matrimonio nos dijo que viajaban por el fin
de semana y que podíamos quedarnos en su casa. Fue un gran regalo,
no disponían de gran espacio, ocupamos su cama matrimonial y en
esa noche del viernes vimos en la televisión, desde esa ancha plaza,
Carmen, en una versión siempre recordada.
En nuestra segunda semana de permanencia en Viena comprobamos que nuestro
recorrido por los distritos había resultado inútil y tuvimos
que elaborar una nueva lista de jueces, más reducida. El dinero
se agotaba.
Decidí
acudir a los chilenos exiliados en Austria. Llamé a un dirigente
de un cierto Comité y éste, después de continuas
vacilaciones, me citó a conversar.
En la mañana fuimos al lugar indicado, cercano a la principal entrada
al Prater. Circulaba mucha gente y traté de identificar la cara
de un chileno. Me pareció estar viviendo una nueva versión
de la película de Orson Wells. Después de unos diez minutos
un hombre que había visto parado desde hacía largo tiempo
se acercó y me habló.
Con gran desconfianza empezó a hacer preguntas hasta que se decidió
a ayudarnos. Se rió cuando conoció nuestro proyecto de casarnos.
Pero dijo que no lo asombraba, pues esa noche lo despertaron a las 3 con
una llamada telefónica desde un país africano para quejarse
de un chileno que figuraba como exiliado en Austria y que había
matado allá un mono sagrado. Un mapuche que llegó aquí,
dijo, se puso a cazar ciervos y tuvimos que sacarlo de la cárcel.
Contaba infinitas historias de exiliados. Fuimos a vivir a su casa.
Al día siguiente, con fuerzas renovadas, conversamos con otro juez
de distrito. Este era un hombre joven, casi de nuestra edad. La segunda
diferencia de los anteriores era su amabilidad. Después de leer
nuestros documentos dijo: “Yo puedo casarlos”. Empezó
a buscar fechas, un tanto alejadas, pero después que le explicamos
que debíamos viajar cuanto antes por escasez de recursos y existencia
de compromisos encontró una fecha casi inmediata: “El 28
de diciembre está disponible”, dijo. Al parecer nadie arriesgaba
el casarse el Día de los Inocentes.
La ceremonia fue brevísima, casi a la carrera. Música tradicional
de fondo y la lectura de un texto. Sophie regaló al juez un libro
de Neruda.
Los padrinos virtuales de la boda fueron los chilenos y austríacos
que nos ayudaron.
Veinticuatro horas después regresamos al sur, al tercer país,
convertidos en marido y mujer y años después volvimos a
Austria portando dos hijos que miraban asombrados el país que habitarían
en adelante. La una tenía 5 años, el segundo uno. El juez
podía dormir tranquilo, había unido a una pareja que cumplía
con los preceptos e incluso con los mandamientos de la ley de Dios.
Me
casé un 28 de diciembre en Austria ignorante del racismo militante
de algunos sectores. No obstante, cada año festejo internamente
esa fecha. Camino y disfruto, desde lejos, ese ambiente de fiesta que
adorna la ciudad.
Entonces la asocio a los festejos en mi país y a las bromas que
se hacen ese día. En el colegio escribíamos en un papelito
que Herodes le dijo a Pilatos y Pilatos a su gente que el que preste en
este día pasará por inocente. Se puede pedir un préstamo,
entregar el papelito y no devolver el dinero.
Sin embargo, a pesar de los recuerdos y de las fiestas que fueron, muchas
veces mis buenos sueños son interrumpidos con derrotas transitorias
cuando la vendedora desea feliz Año Nuevo a las personas que están
delante, a mi me ignora, y vuelve a desear felicidades a los que vienen
tras de mi.
Afortunadamente la realidad es matizada, porque entro a otro negocio,
más habitual en mis compras, donde el carnicero luego de entregarme
el paquete me mira con seriedad y me dice con excelente dicción:
“Le deseo a usted mucha felicidad con motivo del Año Nuevo.”
Suspiro y agradezco su gentileza.
Camino por las calles de la ciudad disfrutando de mi interioridad. De
pronto siento golpes en mis piernas y veo a un niño con un manojo
de ramitas que dice:
Ship,
shap, frisch und g`sund
Nicht kluncen und klagen
bis wieder kum schlägen.
Schip, schap, lang leben
g`sund bleiben und
ein glückliches neues jahr!
La
traducción es dificil, porque hay sonido, hay rima, que los niños
dicen mientras acompasadamente golpean en las piernas o nalgas, con un
manojo de ramitas de abedul, a la persona. El plazo se clausura al mediodía.
Los niños, y algunos ya no lo son, pueden reunir importantes cantidades
de dinero. A veces salen de a dos, de a tres y visitan 10, 20, 40 o más
casas. La traducción posible pero no a la letra, muy incierta,
sería: Ship, shap, fresco y saludable, no te quedes ni te quejes,
hasta que vengo a golpear. Ship, shap, larga vida, permanece con salud
y un feliz año nuevo!
En esa ocasión le doy todas las monedas que tengo al niño
y sigo mi camino por la calle de la ciudad lleno de un nuevo y feliz sentimiento
imaginando cómo serán ahora las fiestas de fin de año
en mi país.
Una niñita, de unos 4 años, que viste muy abrigada y lleva
un gorro celeste, acompañada por su mamá, me mira con sus
grandes ojos azules, se detiene ante mi, me sonríe y me pregunta:
“¿Puedo hacerte schapi?” Si la felicidad la constituyen
sólo momentos de nuestra vida ese fue uno.
Los niños no conocen fronteras establecidas a base del color o
la apariencia de las personas. Los adultos transmitimos los prejuicios,
resentimientos y hasta odios. ¿No se parece al mandato de Herodes
ese lento degüello de los buenos sentimientos de los niños
y el surgimiento de feroces odios raciales? ¿Cuándo y cómo
la dulzura de la mirada y la sonrisa amistosa de un niño son reemplazadas
por la desconfianza, enemistad y odio hacia los extranjeros del tercer
mundo?
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